Y la reina se fue de la mui
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02/11/2008
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Lo que diga o no diga una reina o un mendigo no es una cuestión que deba extrañar a nadie porque son lo que son y no hay disimulo posible. Una con su lujo y otro con sus harapos, pretender que sean otra cosa es como intentar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo. En su imposibilidad no hay ocasión para la sorpresa.

Así que no es tanto cuestión de quién dice qué cosa sino de quienes permiten decir lo que se dice. Y, lo que es el colmo de la complacencia, lo permiten pagando las facturas en nuestro nombre; sin rechistar de forma soberana y contundente, en tanto que representantes de la sufrida ciudadanía. No sólo quejándose avasallados, con ríos de tinta que van a dar a la mar que es el morir. En el olvido, disueltos en el océano de la actualidad.

Quedamos en que la Transición dio el parabién en 1978 a una Cons-ti-tu-ción sacralizada, que permite una blasfemia aberrante contra la jurisprudencia y la razón: colocar a los monarcas al nivel de dioses en un Olimpo, lo que les sitúa por encima de las contingencias terrestres del bien y del mal. De esos polvos de plutocracia mayestática vienen estos lodos del desparrame declaratorio calculado al milímetro.

Todo el jaleo del libro biográfico podría resumirse en una oblicua intervención palaciega. Una augusta madre que trataría de tomar la temperatura de recepción eventual del pueblo plebeyo a su queridísimo príncipe heredero azul. Qué cosa más normal que lanzar un globo sonda ante una hipotética abdicación del titular de la corona por desgaste o por hastío o por desvarío. No es la primera vez.

Sea como fuere, lo que parece menos lógico es que una profesional de ese calibre se vaya de la lengua así como así, en un alarde de frivolidad otoñal. En la punta de las pirámides no hay sitio para la arbitrariedad. Siempre existe un trasfondo.

En este caso real, el busilis es el pulso abierto es entre el día de hoy y el día de ayer. El repudio confeso a unas minorías sobrevenidas con la modernidad de las costumbres y la búsqueda de apoyo maternofilial en unas mayorías retrógradas y añorantes de pasados tradicionalistas ultracatólicos.

No es la primera vez que se mueven entre bastidores los hilos de sucesión entre los visillos de la Zarzuela. Casi nadie se ha preguntado acerca del súbito despido de Sabino Fernández del Campo, el anterior jefe de la casa real. Tampoco ha habido mucho interés en la estrecha amistad de la reina con el general Armada, el monárquico elefante blanco del 23-F. En este país nos pierde la falta de memoria o el desinterés por recordar. Estamos donde estamos por culpa de los generales monárquicos. Léase Franco, ampliamente elogiado por la protagonista del libro de la polémica.

No hay que olvidar ni minusvalorar las capacidades del personaje. La griega consorte tiene puesto fijo en el hermético Club Bilderberg, una sociedad secreta donde están los amos del mundo. Allí comparte mesa y mantel con galápagos golpistas como Henry Kissinger, banqueros como los Rockefeller, Botín...representantes de grandes consorcios multimedia como PRISA, élites políticas y empresariales europeas y norteamericanas donde se discute y decide el reparto de los hemisferios.

Y ahora, en su 70 cumpleaños se decidió, según ella, a hablar por hablar ante una veterana periodista. Lanzado el guante del desafío libresco, se trata de poner coto al exhibicionismo de esta sociedad incontrolada, donde ya ni se reza el rosario. Cuando España siempre fue católica, apostólica, romana y cuna activa de violentas inquisiciones contra cualquier herejía o descoque. Como es natural, a costa del Estado.

Si es que se están atreviendo a inhumar fosas comunes de rojos y, en una falta de agradecimiento y de respeto inauditos a la benéfica Cruzada, se pretende procesar al mismísimo Franco, general monárquico al que deben el puesto de trabajo.

Al mismo tiempo en Portugal y a instancia del coronel Amadeo Martínez-Inglés, la Justicia abre otro acoso a la corona borbónica. Si no hay nada que lo impida, la fiscalía investigará el luctuoso suceso donde, el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, le descerrajó un tiro mortal a su hermano Alfonso, primogénito y heredero del trono. Con lo cual, a raíz de este presunto accidente de cacería, el segundo en la sucesión pasó a ser Juan Carlos I de España.

Es de suponer que, si siguen avanzando las progresías por ese camino del Derecho Internacional, se puede abrirse de nuevo el debate de la vidriosa cuestión de la legitimidad de un rey heredero de un golpe de Estado contra el régimen Cons-ti-tu-cio-nal de la Segunda República.

Y así, más tarde o más temprano, podría darse la posibilidad de un real exilio, como el del hermano Constantino o el del abuelo Alfonso XIII. Cuando suenan las alarmas y los cánticos republicanos, claro está que es preciso hacer algo. Y se llamó a Pilar Urbano.

Aleluya por la impagable ilustración de por dónde van los tiros mentales de su majestad. Tras una máscara de pantorta beatífica estaba escondida su real (surreal) personalidad. Una máquina de coser costuras de poder dispuesta a todo para mantenerse. Aplicando su betún campechano para calafatear las vías de agua del yate dinástico.
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