Prisioneros de la salvación eterna (católica, para más INRI) |
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01/10/2008 |
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Aquí, en la España de nuestras entretelas, es de tal tamaño la confusión que ya no sabemos ni a qué jugamos. Si a la petanca del despiste o a la democracia irracional. Se confunde la fe con la razón y se amalgama la obligación cívica con la devoción religiosa. Todo vale y a río revuelto ganancia de pescadores. Pero los pescados somos todos los demás paganos (de pagar).
Aparentemente, hace algunas décadas que disfrutamos de un marco legal o cancha de juego que se llama Constitución. Sin embargo, subsisten esquinas, recovecos y alcantarillados, obstáculos importantes, que no dejan fluir esas aguas limpiamente. En suma, somos rehenes de una mentalidad de alpargata tradicionalista en la era de los ordenadores.
Es el caso de cómo van de la mano aún hoy el Estado y la roma Iglesia de Roma. En lugar de estar separados y roto el vínculo indisoluble que les unía en el pasado dictatorial.
Precisamente en alguno de los salmos principales de la Carta Magna se consagra sin dudas la aconfesionalidad del Estado. Se dice textualmente que el Estado es una cosa y la religión otra esfera distinta. Un universo paralelo y de opción individual. Por esa razón ninguna iglesia o congregación tiene derecho a incluir a ningún ciudadano sin su consentimiento en sus macumbas o sacristías.
Eso es la teoría del bosque de leyes. En la práctica, la Iglesia católica obliga a todos los bautizados a permanecer en su seno aunque no lo quieran. Lo acaba de sancionar mediante una sentencia el Tribunal Supremo (ver sección contigua “Navegando”).
En tanto que garantes del Estado de Derecho a la española, una vez más los jueces han cardado la lana del conservadurismo invasor de los derechos individuales. Volvemos a ser ciudadanos con marcha atrás. En un alarde surrealista pero desdichadamente real, el Tribunal Supremo ha decidido respaldar a la jerarquía del clero en su tenaz negativa a borrar de los registros católicos a los apóstatas.
Lo laico es lo más inquietante para la púrpura.
Todo sea por nuestra salvación y por amor al cepillo monetario del gobierno socialista. Efectivamente, cuanto más numerosa es la grey más poderío a la hora de sentarse a la mesa de los pulsos presupuestarios.
Porque todo culto tiene su fuerza en el proselitismo estadístico. Tantos católicos, equivalen a tantas supuestas necesidades confesionales y a éstas les corresponde tanta pasta en definitiva. Por lo tanto, nada de permitir disidencias radicales, ni tachaduras en los libros de registro. Se desangrarían las arcas. Peligraría la pompa y la propaganda.
El problema de la Iglesia siempre es el mismo. Falta de seguridad en sus dogmas y carencia de confianza en sí misma. En su capacidad de convencimiento por las buenas. Si finalmente alguien decide entrar dentro, le reciben untuosamente con los brazos abiertos, pero si luego pretende salir encuentra las puertas selladas.
Todo por su bien. La Iglesia es una madre que siempre-siempre está dispuesta a salvarnos de nosotros mismos, de nuestras constantes imprudencias y enajenaciones ¿Cómo se puede renunciar al bien? Hay que estar locos. No se puede consentir jamás. Eso sería la condenación al infierno de las calderas de Pedro Botero. Vade retro. Siempre retro.
Volviendo a la perspectiva de la separación de poderes y a la consagración de los derechos de las personas a creer o a carecer de fe (eso que se llama vulgarmente democracia), en España permanecemos prisioneros de una tela de araña legal y absurda que firmaría sin dudar el propio Kafka.
Ello es posible por la confluencia de un gobierno en permanente retirada, ultratímido ante el bostezo despectivo de cualquier poder fáctico (la Iglesia católica lo es por antonomasia) y un clero feroz ultrazulado que sigue cavando sus trincheras en los privilegios nacidos de la Cruzada 36-39. Lo que nos tiene a los ciudadanos aprisionados y permanentemente zarandeados como ovejas en un aprisco bendito. Como en el reinado de Fernando VII y como siempre tropezando:¡Vivan las caenas!
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