El precio del pan
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09/09/2008
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Viajar siempre es interesante. Viajar, no turistear a galope tendido por las postales ofrecidas en paquetes por los tour operadores. Viajando despacio no sólo se disfrutan paisajes inhabituales y se conocen gentes diversas sino que que uno se va enterando de cosas, problemas o necesidades que son comunes a todos los ciudadanos del mundo.

Si hablamos de comer, por ejemplo, el precio del pan.

Cierto que, aunque hablar del pan no carece de miga, no alcanza los grandes vuelos filosóficos. Es, quizá, quedarse en la corteza de las teorías macroeconómicas que mueven el mundo.

Sin embargo, el pan es un elemento básico y con gran poderío simbólico. La historia está repleta de revueltas populares, mojadas en sangre y sufrimiento, a causa de las subidas del precio del pan.
Claro que este no es el caso por aquí. Recién adquirido el barniz de nuevos ricos, sería el colmo de la exageración pretender que haya protestas por algo tan humilde. Ridículo. Antiestético.

No obstante, cabe considerar el hecho de que mucho mundo se muere de inanición por no poder acceder al pan de cada día. Sobre todo, desde que el neoliberalismo ha decidido un alza brutal de los precios alimentarios. Estamos en la nueva vuelta de tuerca del genocidio democrático: el que no pueda pagar, no interesa. No existe, es un bulto que estorba. Tanto da si se muere.

Los países ricos están muy preocupados por la avalancha inmigratoria, debida a la superpoblación de los hambrientos. Los más cínicos hablan de desestabilización del sistema. Así pues, el alza de precios es una estrategia de doble uso: enriquecerse aún más con la crisis y contener el exceso demográfico mediante las enfermedades epidémicas y el hambre.

Pero metiéndose en harina ¿quién controla en España el precio y la calidad del pan. A tenor de lo que se vende en las panaderías, algo oscilante entre la flaccidez de la goma y la dureza de la piedra, nadie controla. Sin embargo, seguramente hay cuerpos administrativos llenos de inspectores (funcionarios) que cobran sueldos y ascienden por el escalafón sin mover un gramo de su culo.

No hace falta ir muy lejos ni montar grandes dispositivos para comprobar que en este país se come uno de los peores panes de Europa y el más caro. Los hornos rápidos, las llamadas boutiques del pan, han desterrado a las viejas tahonas y se están forrando a costa de la necesidad de comer pan aunque sea una mierda.

Los inspectores con ganas de trabajar sólo tendrían que acudir a cualquier panadería para comprobar la evidencia. Es clamoroso y bordea la estafa. No se usa harina, sino mayormente unos enzimas que la sustituyen y abaratan los costes. España, no obstante, es país productor de trigo. En Castilla hay excedentes subvencionados sin utilizar y que se pudren, porque no se paga a los agricultores el precio mínimo adecuado.

En España una barra de pan standard cuesta 80 céntimos de euro. En Francia esta misma baguette, de mayor peso y calidad, se paga igualmente a 0,80 euros. Pero el salario mínimo en España no alcanza los 600 euros, mientras en Francia es de 900 euros. Esa es la proporción. Se podrían sacar fáciles conclusiones sindicales y en las asociaciones de consumidores.

A modo de disculpa, por los sucesivos atentados al estómago y al bolsillo, los interfectos le echan las culpas al transporte. El precio del gas-oil automovilístico es paritario con el país vecino.

Recuerdo que aquí se nos aseguraba hasta hace bien poco que ese combustible jamás superaría el precio de un euro por litro.

Cuando un país está cogido por los pelos, una cosa son las apariencias y otra la necesidad. Ayer leí en alguna parte que vuelven los emigrantes andaluces a cosechar en las vendimias francesas. Razón: en España les pagan a seis euros la hora y en Francia el jornal por el mismo trabajo es de nueve euros. Los españoles tragan lo indecible, mientas contemplan cómo los banqueros y otros especuladores se hacen cada día más cresos. Siendo un país arado por hondas raíces de resignación católica, no debe extrañar que llegar a fin de mes sea un auténtico prodigio. Un milagro del conservadurismo.
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