Parkinson blues
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13/04/2008
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Aunque no sea artista del espectáculo como Michael J. Fox (actor de cine-tv), Muhammad Alí/Cassius Clay (boxeo) o el difunto Karol Wojtyla (Vaticano), no puedo dejar pasar que alguien decidió que, tal dia 11 de Abril, haya quedado señalado como el Día Mundial del Parkinson. Lo que quiere decir, en realidad, la efemérides de San Laboratorio Multinacional. Su Santidad de cuyos productos químicos dependemos los parkinsonianos más que un yonqui de su aguja cargada con heroína. Si él quisiera dejar el chute vivificante, le sobrevendría un doloroso mono de abstinencia. Nada más. Nosotros no podemos permitirnos el lujo de abandonar las pastillas de "neodopamina", por la sencilla razón de que el cuerpo quedaría convertido en un guiñapo inservible.
En el día de nuestro Día (¡Felicidades!), no pude terminar de escribir esta loa. Tuve que abandonar porque no estaba en condiciones de poder hacerlo. Sentí que hay un algo de sádico en la fecha de la celebración. En plena primavera, cuando en las calles eclosionan luminosos cuerpos en flor tras del letargo invernal de los abrigos, los forros y los pantys; inexpresivos los miembros, nosotros estamos condenados a un invierno permanente que nos merma la anatomía. En los casos más agudos del Parkinson, no me cabe duda de que la muerte puede ser un deseo irresistible. Al fin y al cabo la llaman el eterno descanso.
Desde que llegó la enfermedad, mi vida es un viaje continuo entre momentos “on” y “off”. Ponerse unos calcetines en los pies supone una odisea. Atarse los zapatos, una epopeya silenciosa de alta concentración, donde se puede oír cagar a las moscas. Abrocharse cuatro botones es un desesperante universo de media hora, para finalmente desistir. Aconsejan sustituir botón por velcro. Elevar una cucharada de sopa a la boca, un imposible metafísico. Dormir a pierna suelta, una quimera. El día es imposibilidad. La noche es suplicio. Cuando estás “on” puedes hacer algunas cosas con la carcasa del cuerpo; en los ratos “off”, sólo esperar el próximo momento “on”, para poder cepillarse los dientes o escribir como lo estoy haciendo ahora. A trancas y barrancas. Antes del diagnóstico diferencial que me señaló el Parkinson, podía hacer las tres cuartas partes de un periódico de cuarenta y dos páginas y supervisar el resto. Semana tras semana durante dos años. Ahora estoy en pleno aprendizaje de la lentitud. Las manos carecen de precisión y sus diez dedos no consiguen ser guiados con eficacia para poder seguir fielmente al pensamiento.
Aunque lo más significativo, para un enfermo del Mal de Parkinson, es constatar sin remedio y sin poder evitarlo cómo te vas quedando solo con el temblor. Habitante de una soledad lapidaria e irremediable, tu mundo se limita drásticamente al clan afectivo más próximo y a los médicos. Tu norte señala el hospital y tu sur la silla de casa o la de ruedas, según el grado.
Y lo peor es que te acostumbras. Renuncias a escuchar verborreas y deslizantes palabras de aliento. Enseguida la gente se empieza a poner conmiserativa y paternal. Incapaces de lograr el punto de una espontaneidad sincera, enseguida asoman los latiguillos y frases hechas de cuyo aburrimiento hay una seguridad absoluta.
La gente no tiene el don de la paciencia y sigue su ritmo, con siempre algo urgente que hacer. La gente tiene bastante con su vida consumida. La gente tiene miedo al contagio por contacto, pues posiblemente equiparan sistema nervioso a demencia y la locura es el máximo tabú de nuestra civilización. La gente quiere que la teclen pero no sienten que haya necesidad de teclar al prójimo. La amistad funcionaria requiere el riego frecuente del trato directo, y a nosotros los parkinsonianos nos está vedada la vida social. No podemos tener nada previsto, porque las respuestas de la enfermedad son tan imprevistas como un solo de piano de Thelonious Monk. Quizá haya suerte y logremos resistir en una cita concreta, pero también puede ocurrir que nos sea imposible expresarnos con claridad en esa u otra ocasión.
Si hubiera que ponerle banda sonora a la efemérides del Día Mundial del Parkinson sería una mezcla: ratos la cadencia muy lenta del “Blues del paso de cebra”: la parálisis locomotora repentina. Y en otros momentos se desencadenaría un rap convulso. El hip-hop descoyuntado sintoniza de forma natural con la síncopa de nuestros movimientos musculares. Somos como el tic-tac de un metrónomo. Algo así como un cyborg con los circuitos deteriorados y el cableado nervioso y chispeante, en permanente cortocircuito. Que alguien invisible enchufa y desenchufa a su antojo.
A lo largo del Día Mundial del Parkinson, las estadísticas muestran que en el mundo hay 4 millones y en España somos 100.000 los afectados por esta rara patología. Una gota de agua en el inmenso lago de la Neurología y un poco de espuma semoviente en el océano general de la Enfermedad.
Insisten los especialistas en que un 10% de ese número lo constituyen pacientes de menos de 50 años. Aumenta esa tendencia. Se sabe que el Mal de Parkinson es sobre todo una enfermedad ambiental, aunque intervienen también el estrés persistente y en menor medida causas genéticas. El cocktail maléfico es diferente por cada individuo. Ello dificulta llegar a conclusiones definitivas. El objetivo de las investigaciones en curso es desentrañar el enigma que se oculta en una remota región del cerebro llamada substantia nigra. Emanan de ahí los peligrosos radicales libres, atacantes funestos de las células que comandan el movimiento.
Ayer y hoy, como el resto de los días del año, me he tomado mi ración de píldoras de levodopa, el sustituto de la dopamina que mi cerebro no fabrica en suficiente cantidad como para gobernar el cuerpo. Si me olvidara de ellas sería una pared a la que se le caen los ladrillos, hasta desmoronarse por completo y quedar como un informe montón de cascotes. Para mí, hacer ejercicio físico no significa un placer de endorfinas. Lo hago para no ser destruido de manera demasiado rápida. Resistir. Ganar tiempo. Retrasar lo inevitable. Aunque sea atados a algo tan nebuloso como la esperanza.
La Ciencia y sus templos los laboratorios son para los parkinsonianos el equivalente del perezoso Dios cristiano de los milagros. Al Papa Wojtyla no lo remedió ni su jefe Supremo. Está por ver si la Ciencia es un Salvador todopoderoso en casos como el nuestro. De momento, los inquisidores, acaudillados por el actual titular del Vaticano, se oponen al uso de células madre para investigar un posible remedio. Al igual que otras lacras de la humanidad, al Parkinson también lo quiere Dios. El cielo nos espera, las praderas de Manitú, el Valhalla. Aunque lleguemos hechos unos hongos.
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