Arboles, kaputt |
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06/04/2008 |
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Lo malo de vivir en ciudades balnearias como Badenmer es que no podemos evitar tropezarnos con esa perturbación anímica que, por mucho que blindemos nuestra sensibilidad con gruesas capas de tolerancia, suponen siempre los catetos provincianos con ansias de hipotenusa. Su pretenciosa majadería es una afrenta aunque pretendas evitar los malos humos. A pesar de que uno esté enterrado en el anonimato por voluntad propia y como resultado de un vacío subvencionado que invade el derredor, uno siente los tacones altos de la estulticia pasar muy seguros de sí, con su ruido machacante tatuando el sosiego. Los tacones de aguja de la estética puestos a los pies de una dignidad aquejada de esparavanes.
El viernes fue uno de esos días aciagos de tropiezo inevitable. Acabábamos de despedirnos de unos amigos, con los que habíamos compartido cena en un mesón; regresábamos a nuestra casa, en una calle de un antiguo barrio de pescadores, calafates y otros oficios de la mar, hoy reconvertido en gran aparcamiento sin zonas verdes y en lugar de tascas donde el turismo come pescado.
Y nos topamos por allí con una concejala del llamado (impropiamente) partido popular, muy peripuesta en su papel. Durante su mandato anterior, esta edil de parques y jardines se especializó en arrancar árboles que no la habían hecho nada, ni tampoco se habían marchitado. Su récord es de 250 erradicados de una vez y en una sola calle. Nadie la invitó ni obligó a dimitir. Eran sanos pinos piñoneros. Estaban plantados, desde que alcanza la memoria, en un paseo donde habitan los ricos del lugar. El pretexto oficial fue que sus raíces levantaban abultamientos en las aceras y también que sus ramas invadían el espacio de las fincas particulares.
Mienten con denuedo pero van a misa. Para ellos la iglesia es como una máquina automática de lavado de coches: metes moneda y la conciencia, o lo que haya en su lugar, sale reluciente y encerada como nueva.
Lo cierto es que yo ya había observado a gentes, de aspecto lamentablemente pobre, recolectando los piñones caídos por el suelo en esa avenida de pudientes. A todas luces eran inmigrantes que no suponían precisamente un adorno para el exclusivo lugar. Así que sus propietarios no tuvieron más que levantar el teléfono y marcar alcaldía. Muerto el perro se acabó la rabia. Sin piñones no hay andrajosos merodeando.
Pero esa barbaridad sólo puede ser posible sociedades donde no resplandece el pensamiento y donde, por debajo del lujo, puede verse aún el pelo de la dehesa.
Supongamos que uno vive en cualquier parte de Alemania y que en el lugar donde habitamos hay un jardín. Queremos talar un árbol que nos estorba el sol o está carcomido, maltrecho. Aquí, bien nosotros o bien la concejala de parques y jardines, le rebanaríamos el pescuezo de madera con una sierra sin pensarlo dos veces. Por estos pagos el árbol no es un amigo. En cambio en Alemania, los árboles son considerados un bien común, estén donde estén plantados. Para talarlos se precisa un permiso específico del ayuntamiento y unos inspectores verifican si está justificada esa acción. En caso de ser así, el ciudadano debe firmar un compromiso de que plantará un número de árboles similar a los arrancados. So pena de incurrir en delito.
La cuestión es que la concejala de parques y jardines y otras autoridades afines, aparte de otra mucha gente a la que le molestan las críticas al urbanismo atroz de Badenmer, desprovisto de vegetación e inundado de baldosas, lo que te dicen que que si tanto te gusta te vayas a Alemania. Porque ellos, los que mandan y sus acólitos seguirán arrancando árboles y sembrando hormigón; es más práctico y menos estorbo.
El problema es que, una vez embaldosadas las avenidas residenciales y el centro urbano, con un estilo deudor del de Albert Speer, a los pijos les encanta también lo pintoresco. Por eso salen a alternar por las calles recónditas con sabor a historia, a pesar de que se pasen la vida traicionando lo tradicional, para convertirlo en ladrillos de cara vista y traduciéndolos en dinero cuanto más mejor en el banco. Pero les divierte condescender a mezclarse un rato con la plebe, para variar, porque no puede haber divertimento en la endogamia de los seres vacíos.
Esa afición es una desventaja para la gente que está viva y cree en la conducta no embalsamada. Ellos salen vestidos de modelos desde sus chalets y viviendas de lujo, con la despreocupada intención de invadir los sitios de arrabal, las calles con pátina de tiempo añejo. En cambio los demás nos tropezamos con sus tapias de piedra, sus cámaras de vigilancia y las rondas de los agentes de seguridad en torno a sus herméticas propiedades. Un panorama desigual y falsamente democrático. Yo preferiría que mis ojos contemplaran estéticas no estereotipadas y mis narices no fueran agredidas por perfumes tan saturados y ostentosos que anulan o tergiversan los olores de cocina.
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