Spray con adjetivos |
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21/03/2008 |
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Habitamos un fragmento de la historia en el que cualquiera, puede quedar señalado en una pared por mucho tiempo. Desde la ventana de mi casa puedo ver, indeleble desde hace años, una pintada negra de gran tamaño estampada en la gris fachada de un edificio feo y pobre: COVIRAN, TINO, CHIVATO. Ahí está, día tras día, llueva o haga sol. Es tan cotidiana y normal que ya nadie la mira apenas. Pero lo malo es que, quien está colocado en el punto de mira, no puede borrarla sin hacerse reo de la acusación. Al darse por aludido.
En sociedades pre-modernas o directamente agropecuarias, basta con que las comadres o chivatos de oficio señalen, con su dedo lenguaraz, a alguien que se distinga por su comportamiento extraño a la comunidad. El ejemplar señalado se convierte, a partir de entonces, en puro entretenimiento y objeto de fantasías para el resto de la manada. A las difamaciones más exageradas y especulativas le suceden, probablemente, los linchamientos de su reputación. En este sentido, la pintada individual es como la boca pequeña de la prensa rosa o amarilla; o recuerdo de aquellos acusatorios dazibaos de la revolución cultural purgante, en la China maoísta.
KETTY, PUTA! La bofetada está plasmada, también a tamaño mayúsculo y en otra fachada de gran tránsito. A la vista de cómo está el patio de las frustraciones, no es una sorpresa la fijación obsesiva en los símbolos del sexo genital-urinario. Las nuevas generaciones repiten los mismos pasos y pautas de las anteriores. Pero, remontando el tiempo, hace 15.000 años en Altamira sublimaban los seres humanos mucho más grandiosamente con las pinturas parietales.
Nadie se aviene a borrar esa pintada insultante, que tacha con infamia el nombre de una persona concreta, seguramente habitante del mismo barrio. Es, posiblemente, una expresión eyaculativa de animal en celo y rebosante de deseo frustrado; con toda seguridad este ejemplar de infraser almacenaba líbido fantástica en demasía, mientras la chica vilipendiada devaneaba con algún otro sin hacerle el menor caso.
Hoy el libre mercado facilita estos automatismos de los cerebros inmaduros. Basta con que un imbécil compre un spray de pintura y estampe un nombre, añadiéndole la mayor burrada que se le ocurra en ese momento de nocturnidad. El objeto de deseo o de enemistad ni siquiera tiene por qué conocer al ejecutor. Pero él a él o ella sí, y con eso basta. Simplemente ha osado hacer algo que él odia o envidia. Nadie puede saberlo cuando se limita a vivir su vida. Pero las legiones de frustrados están agazapados en las sombras, con un spray en la mano y los ojos brillantes de excitación en un cráneo vacío. |
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