Mirando al mar soñé |
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25/02/2008 |
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A menudo salgo a pasear por itinerarios arbitrarios en Badenmer, un balneario de caciques y pueblo mudo. En esta aislamiento permanente todos los caminos desembocan en la mar. El istmo más visible de conexión con el libertinaje del mundo es la autopista que lleva al aeropuerto. La bahía es una coartada placentaria que nos envuelve maternal, con un halo de chovinismo improcedente. Fuera de la bahía somos un archipiélago de individualidad azotado por el oleaje del salitre gris o azul, según el humor del viento dominante.
Por lo demás, Badenmer es un fantasmagórico eco que se precia de su ultraconservadora inexistencia, aunque también sufra su anonimato en la intimidad. Una escollera esquizoide de miedos consolidados, con presunciones cosmopolitas. En este orden ostrero, la desilusión permanente paraliza los ánimos. Obra como niebla espesa donde se instala una palabrería de queja ensimismada.
Y en ese territorio de apariencias los amos hacen ley. Marcan un orden de las cosas y vigilan para que no se altere la mediocridad. Esa ausencia de litigios y rebeldías que tanta rentabilidad les procura.
Suelo emprender mis paseos por la avenida del escritor Benito Pérez Galdós, llamada así no por afinidad con sus sueños, sino porque vivió una temporada en un chalet de la zona. Quizá, entre siestas de bruma, tomó algunos apuntes de sus marmóreos “Episodios Nacionales”.
Vivo en un viejo barrio de raigambre popular y pescador, aunque hoy ausente de sabor marinero, por culpa de un urbanismo atosigante con destino a la clase media. Fronterizo con Pijolandia a su pesar: la proximidad de los ricos anima al comercio a subir los precios de cosas del comer.
A un lado de la misma calle se encuentra un manicomio privado; perdón, una residencia de descanso: vivimos tiempos donde el eufemismo sienta cátedra. Ese manicomio es célebre porque en ella sufrió terapia de choque la pintora surrealista Leonora Carrington. Esta artista no tiene el honor de una calle. Ni siquiera de una placa conmemorativa de su presencia corporal en el sitio. Aún con sus delirios a cuestas, Carrington tuvo la lucidez de relatar con todo detalle su estancia en Villa Carmen (Tusquets editores). En un balneario de ola, con programada inopia infinita, cualquier conducta desequilibrada, o bien anunciadora de extravagancias que llamen la atención, es culpable. No merece más que desdén, desprecio o castigo. La locura siempre causa terror. A saber qué morbosos desenfrenos causaron tales delirios de la mente...
Más cercana a la idiosincrasia local está la confluencia vecina de la calle Pilar Primo de Rivera con su perpendicular avenida Reina Victoria. Allí mismo, en un recodo sobre el símbolo falangista del yugo y las flechas, una hornacina con un virgen en la que nunca faltan flores ni cirios encendidos.
En esa precisa esquina habita el matrimonio más poderoso del corral. Ella, Patricia O´ Mhea, es exquisita mecenas del pentagrama Opus y se codea con la reina. El Innobrable es el omnipotente presidente del banco cuyo logotipo da lustre a la ciudad balneario, también coinciden sus ejecutivos con su majestad consorte en el estratégico Club Bilderberg.
Su mansión, una de las muchas que poseen en la zona, mirando al mar entre cámaras de vigilancia que filan a todo paseante por la vía pública, como yo mismo. ¿Y el derecho a la propia imagen? Constitucional o no, se ha sacrificado a la seguridad de los ricos. Algo más allá, se eleva un monumento restaurado que conmemora la ocupación al asalto de la II República, por parte de las Brigadas de Navarra. Los temibles soldados católicos fundamentalistas. Requetés.
Para acompañar con un postre este capítulo marcial, plutócrata y monárquico, de un callejero insólito en cualquier pretensión de concordia democrática, nada mejor que una melodía sentimental. El busto de bronce supremo de la cursilería administrativa, plantado en los jardines próximos. El empalagoso cantor Jorge Sepúlveda inmortalizado por su hit “Mirando al mar”. Tampoco le falta nunca alguna flor, depositada quizá por algún que otro amante trasnochado. Nostálgicos de amores oxidados por la salada espuma del tiempo. Ese que corroe todo material de rigidez acartonada. Incluso los huesos de los poderosos. |
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