Votar o no votar
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15/02/2008
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En su “Ensayo sobre la lucidez”(2004), el escritor José Saramago esboza una inquietante hipótesis que puede hacerse realidad uno de estos días. Si no lo es ya. Estamos inmersos en un frenesí electoral. El espectáculo de la campaña, basada sobre todo en arrojar invectivas al contrincante, desembocará en las urnas de Marzo. La duda que se le plantea a todo aquel ciudadano asqueado, desilusionado, escéptico, colérico, marginal -o un poco de todo-, es su grado de participación en la ceremonia más eucarística de las democracias. Tanto las auténticas como las aparentes.
Tal vez el sentimiento más arraigado, entre la gente peatonal, tiene que ver con el despecho. Están persuadidos de que la clase política sólo se acuerda de uno cuando necesita sus votos. Que una vez conseguido pisar las espesas alfombras del poder, adulando a las masas con halagos y promesas, si te he visto no me acuerdo. Acabado el período de celo electoral, el pueblo regresa a su condición de cosa abstracta. Y la clase política, como una boa constrictor tras el banquete de votos, se enrosca sobre sí misma satisfecha.
El nudo de la novela aventura una posibilidad teóricamente subversiva. Lo que pasaría si, por una extraña coincidencia, todos los ciudadanos que acudieran a las urnas votaran en blanco.
En la democracia degenerada, imperante en esa ficción, al desconcierto inicial del gobierno le seguirían los paranoicos fantasmas de una conjura revolucionaria contra el poder establecido. Inmediatamente, el contraataque de rigor sería una caza de brujas. Por debajo de las piedras se buscarían extremistas, culpables o no; después se aplicarían las más severas medidas de represión. A continuación se operaría por consenso una vuelta de tuerca legislativa. Había que conseguir que en el futuro no se repitiera el descalificativo capítulo.

Votar o no votar. Esta es la cuestión crucial que se nos plantea a quienes no comulgamos del todo o nada con este sistema. Ser o no ser. Estar o no estar. Huir o no huir y a dónde. Entre apocalípticos o integrados debería haber algún matiz ¿Altermundistas? Ahora mismo, a los que no somos partidarios apriorísticos de algo y alguien, se nos ponen las cosas muy difíciles. Casi imposibles. El arco de posibilidades en el escaparate electoral lo es todo menos ilusionante. No digamos nada de penetrar en las sombrías trastiendas.
Los visos reflejan más bien una democracia secuestrada por las indemocráticas maquinarias de los partidos políticos al uso. Prima el jaleo sobre las buenas ideas y el jabón al jefe sobre la crítica sana y necesaria. La sumisión escolástica sobre el talento individual. Abocados a un posibilismo excesivo, por muchas razones fácticas que son evidentes y sería largo y tedioso enumerar, se han cristalizado en meras estructuras de poder piramidal.
Lejos de ser una herramienta de transformación, parecen conformarse con ser un fin en sí mismos y parir más o menos ingeniosos anzuelos publicitarios cada campaña electoral. El sacrificio de las ideas en el altar de marketing. La mediocridad del esto es lo que hay como razón de fe. La permanente propuesta de cambiar algún detalle del guión para que la película que conocemos siga su curso lampedusiano y rutinario.
Los políticos no son Rimbaud. Se han vuelto bedeles de lujo de las grandes corporaciones. Carecen del aliento poético para cambiar la vida. Ni osan intentarlo siquiera. Tan sólo administran superficie. Sin entrar en las profundidades de la caja fuerte.
La abstención. Tradicional actitud de rechazo, para aquellos que no creen en las virtudes de la democracia representativa. Listas cerradas de candidatos. Políticos aforados, quebrando el principio de igualdad ante la ley. Separación de poderes ficticia. Corrupción democrática. La perenne tentación personal es arrojar la albarda y abandonar las cosas a su suerte. Sin embargo ¿por qué abandonar un frente de lucha? Votar no impide continuar la subversión por otros métodos más imaginativos. Nada impide inclinarse ante la lógica de la relatividad.
Nuestro legítimo deseo de perfección no nos debe hacer acólitos de ningún valor absoluto. Abstenerse es una opción válida y plausible, aunque de eficacia mayor en el pasado. En los tiempos del cinismo pluscuamperfecto está digerida por el establecimiento. Además, le da oportunidades de perpetuarse a la costra monolítica que impide la diversidad.
En cualquier juego (la democracia también lo es), participar es no tener miedo a la decepción. Solamente les obnubila la frustración de perder a aquellos que pretenden ganar no importa cómo.
“Soy ateo, pero no puedo dejar de respirar el cristianismo”. Tal vez como idea premonitoria de su ”Ensayo sobre la lucidez”, Saramago lo dijo un día ante el amplio público de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Efectivamente, es así. Cristiana es la cultura dominante que nos impone desde su calendario hasta las más íntimas costumbres personales y colectivas. Modificar algo, sean tiranías, imposiciones o cualquier otro contratiempo, requiere en primer lugar aceptar su existencia. Jamás se ha podido cambiar nada fingiendo que no existe, ninguneando su presencia con desdén.
No me gusta esta realidad pero no puedo evitar respirarla.
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