Por amor al comercio
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31/01/2008
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Cuentan las crónicas de sociedad que, cuando el pueblo hambriento llamó a las puertas de palacio, Maria Antonieta le dijo a su servidumbre aquello de “si no tienen pan que coman galletas”. El tamaño de esa boutade, unido al desesperación y la inquina de los sans coulottes hacia las exuberancias cortesanas de Louis XVI, le costó a la bella dama el cuello en la guillotina; a la par que el asalto revolucionario acababa con la dinastía borbónica con la toma de la Bastilla.
Lo cierto es que el lujo apela a la soberbia y adormece las conciencias tanto como fumar opio. Un rasgo distintivo de la aristocracia cresa y sus adláteres enriquecidos es la displicencia. Las cejas enarcadas ante las necesidades de la plebe. El arte de tomar distancias para evitar salpicaduras indeseables. Esa actitud de indiferencia procura cierto embotamiento muy sedante y útil.
En la Europa cosmopolita del siglo XXI ya no hay lugar para revoluciones de aquel porte y con tan drásticos resultados. Los baños de sangre hechos a mano se producen ahora mismo en la lejana Africa. Es una artesanía a golpe de machete y se puede ver por televisión, como un espectáculo más de nuestro tiempo. Al fin y al cabo, los genocidios entre tribus de negros enzarzados atemperan la explosión demográfica y limitan la invasión de los parias de color a nuestras costas. Encauzan la mano de obra. Producen beneficios en la Bolsa.
Plano secuencia: Los machetes teñidos de sangre coagulada se alzan brillando al sol, mientras los perros famélicos se atarean sobre los despojos humanos, tirados por el suelo de polvo, en la última carnicería geoestratégica. Ahora es Kenia y Congo. Antes fue en Ruanda y en la diamantífera Sierra Leona. No intervenimos. A menos que los bárbaros, en su fango de instintos arbitrarios, hagan peligrar el suministro de las materias primas a la industria. Somos aristócratas de la manufactura. La ONU es una diadema que adorna el disimulo de nuestra interesada civilización. Sin eficacia alguna, pero brilla y deslumbra.
Hoy igual que siempre la codicia se contrapone a las necesidades básicas. El secreto consiste en que los ricos cada vez sean menos numerosos pero más ricos, mientras el resto de los habitantes del planeta cada vez son más y más pobres. A través de los tiempos permanece viva y lozana la vieja constante de la acumulación de propiedad.
La diferencia es que se han ido diluyendo las furias de radicalismo. Aprendiendo de la lección francesa, para evitar los desequilibrios de la desesperación de los de abajo, nació la clase media y el manicomio del consumo. Un amortiguador elástico que desde su invención soporta todos los embates de la precariedad.
En el reino de España, las cifras oficiales dicen a las claras que el 10% de los españoles más ricos gana más que el 60% de los españoles más pobres. Son datos hechos públicos por el Instituto de Estudios Fiscales, organismo del Ministerio de Economía y Hacienda.
Esas cifras estadísticas se concretan en pasmo a la hora de buscar alimentación, vestido y vivienda. Ultimamente no tiene freno la escalada de los precios en productos de primera necesidad, cual son el pan, la leche, la fruta y las verduras, la carne... Ante esta evidencia, que golpea duramente a los ciudadanos más humildes y cuestiona una política que da amplia preferencia a los banqueros, el ministro económico Pedro Solbes tuvo una salida de tono de estilo palaciego. Su declaración revela, una vez más, cómo la soberbia pende naturalmente del poder incontestado y, con independencia de los trajes de época, se repite hasta a lo largo de los siglos.
Remedando a la veleidosa María Antonieta, aunque a una distancia sideral de su belleza, Solbes dijo disolvente que “si a la gente no le alcanza para comprar pollo que compre conejo, que es más barato”.
Tres siglos no discurren en vano y la guillotina es una reliquia simbólica de un tiempo de turbulencias revolucionarias. El ministro Solbes no ha corrido la misma suerte descalificatoria que la ilustre concubina real. Al contrario, vuelve a estar en las listas de candidatos al poder. Ante este artífice del reparto equitativo de la riqueza, los sindicatos se mantienen callados como tumbas burocráticas.
En cuanto a Borbón, era pobre antes y ahora es muy rico. Reina sobre súbditos mileuristas y submileuristas a raudales. Pero, en cuanto se levanta la menor brisa de aliento republicano, todo el establecimiento del buen vivir se apresura a apuntalar su trono, con elogiosos epítetos y subyacentes amenazas de desequilibrios.
Son tiempos de elasticismo y aguante ciudadano. Por amor al comercio y a una vida a crédito usurero.
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