La torturada piel del toro
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17/01/2008
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A la hora de ilustrar el famoso sentido trágico de la existencia del español, representado por sus clases dirigentes, casi siempre reyes, validos y cortesanos de toda laya -por contraposición a las perpetuamente insatisfechas aspiraciones de justicia, libertad y placer del pueblo llano-, la alegoría por antonomasia es la Fiesta de los toros. Encierro en un círculo mortal del animal totémico, para, al son de un clarín, transformar su metódica tortura en una suerte de arte del engaño.
A ese trajín de ritos vulnerando al minotauro lo llaman precisamente tauromaquia. La ceremonia entre la vida y la muerte, la fuerza frente a la astucia, está repleta de simbolismos y metáforas, tanto evidentes como ocultos. Por ejemplo, sólo si el toro demuestra excepcional bravura, resistiendo lo suficiente las variadas puyas y reincidentes humillaciones banderilleras, si sigue dando un juego sobresaliente, podría ser indultado por la autoridad y devuelto a la dehesa para pacer en paz.
El ruedo ibérico no es, como se suele cantar en las retóricas alabanzas, abstracta, mirífica y suave arena dorada. Por contra, su suelo es un fango mondonguero hecho de sangre y tozudez canalla, entremezcladas con los excrementos de una tradición que nos remite un siglo tras otro a la eterna España negra.
Es ésta una leyenda constantemente actualizada que se distingue por colonizar territorios y estados de ánimo.
Desconozco qué hemos hecho para merecer que nuestros líderes nos conduzcan siempre por la vía de la mediocridad y de una existencia amortajada, siempre tomando todos los trenes avanzados con retraso y a contrapelo de la civilización europea. Cuando Trento, cuando los reyes católicos de las expulsiones...
Cuando ahora mismo: se practica la enésima contrarreforma de una democracia pueril y timorata, que perpetúa los martillos de herejes y condena cualquier disidencia.
No hay peor que la soberbia del acomplejado. Con tal de disimular su ignorancia, se atreverá a ir más allá que nadie en la baladronada, la censura de lo que no entiende y la violencia contra lo que no se acomoda a sus intereses o los de sus órdenes. Como ocurrió en 1936 con aquel golpe de estado fascista que propició la guerra civil en la llamada, qué coincidencia, piel de toro.
Aún pademos sus secuelas de botijo y exabrupto por toda lógica. Las lacras del ruedo ibérico vienen, sin embargo, de mucho tiempo atrás. Los círculos del poder español no han sido nunca muy dados a convencer con argumentos, ni a avanzar imaginaciones, sino a tejer intrigas. A falta de ideas claras, se empeña siempre y con toda naturalidad en imponer sus dictados por la fuerza de las armas.
Así, si continuamos con la simbología, la plaza de toros sería la materialización de un Sistema cerrado y de intenciones conservadoras per se; la autoridad estaría en el palco vigilando un Reglamento constitucional inamovible; el torero sería la figura del político elegido en listas machihembradas de antemano. Y el papel del toro, utilizado como coartada y escarnecido, sería para el pueblo. El público espectador serían masas aborregadas por la propaganda para jalear ¡olés! sin ningún criterio. Obedientes a la consigna dominante del momento, y más pendientes que otra cosa de saludar con frenesí ante las cámaras de televisión.
Mirarse en el espejo del meollo esencial de la historia de España es caer en las páginas de una gloriosa literatura del pesimismo. Y del sarcasmo cruel. Apenas nada ha cambiado desde lo que dicen y denuncian las frases de Quevedo, Cervantes o Larra; llagas sociales que también pueden verse en las pinturas de Goya.
Se han transformado, evidentemente, la herramienta tecnológica y los aderezos de la moda. Hoy luce un neohedonismo desparramado y cutre de media clase, donde antaño había alpargatas de esparto, carencias a granel y doctrina de fierro.
Incapaces de iniciativa propia, las gentes de a pie se dan a la imitación de los modos de arriba, deslumbrados, incapaces de separarse del influjo y labrar por cuenta propia otro estilo de vida.
También la picaresca de los zánganos ha experimentado un cambio de maquillaje y de liturgias estilísticas. No precisan ir embozados a la intemperie, porque a cara descubierta les acogen en los palacios como ídolos.
Para no perder las buenas tradiciones que han hecho patria, se mantiene incólume esa constante arriscada, oportunista, tétrica (“¡Viva la muerte!”), zafia y envidiosa, católicamente hipócrita (“A Dios rogando y con el mazo dando”), ayuna de innovación original (“¡Que inventen ellos!”), ineficaz salvo en cuestiones de insidia.
El carácter español sigue siendo capaz de asar en cualquier hoguera, previa fruición en el potro inquisitorial, a todo aquel que piense distinto, marque una diferencia o se aparte porque sí de la manada.
Hemos dejado de medir con celemín para adoptar el ordenador informático y podemos predecir el cambio del clima por satélite; aunque, más allá de las formas cambiantes, en el fondo seguimos siendo los mismos habitantes del oscurantismo inculto de por siempre jamás. Ahora mismo, “El Buscón” circula por el asfalto de España a bordo de un potente automóvil último modelo. Pisando el gas por cualquier una alfombra oficial del escalafón. Atropellando lo que y a quien sea menester.
Somos un prodigio de sensibilidad. Nos refocilamos autosatisfechos en nuestras olorosas boñigas costumbristas.(“¡Vivan las caenas!”).
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