La ciudad de los derribos mortales |
 |
15/12/2007 |
. |
Una vez más la muerte ha enseñado su cara entre los escombros de Badenmer. La tragedia del día 8 se ha cobrado tres vidas en el desplome de un edificio sito en un barrio antiguo. En esta ciudad los derrumbes se han cobrado trece cadáveres en quince años. Ya suponen una macabra tradición, una secuencia catastrófica donde la vida humana apenas cuenta como valor esencial.
Nunca hasta ahora ninguna autoridad ha respetado a los muertos, aceptando su responsabilidad y dimitiendo. A la hora de salirse por la tangente, el alcalde actual, Iñigo de la Serna (PP), no duda incluso en poner los actos del drama del revés. En un insólito y siniestro trueque de papeles, suplanta el lugar de las víctimas. Con lo que va lloriqueando, en los medios de comunicación, por qué le ha caído precisamente a él esta desgracia. Si él no ha hecho nada.
Pues por eso mismo. A la vista de la situación debería haber hecho algo. Un alcalde es el máximo responsable del que ocurre en su municipio. En cultura democrática, dimitir es la obligación indispensable que sustituye al inhumano adagio de el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Despreciar o depreciar la vida humana es más bien propio de una insana sociedad caudillista, donde corren mefíticos aires mafiosos. En ese enrarecido ambiente, el lema oficial es que todo procede de la fatalidad. Y así, mientras algunos ingenuos se lo creen, los promotores afines al mando en plaza esperan a que caiga la breva madura del más grande de los negocios a la vista: el gran solar del Cabildo de Arriba. Naturalmente, una vez desalojada o enterrada la gente de mal vivir, que siempre anda estorbando con sus miserias.
La colina donde se encuentra el barrio del Cabildo de Arriba está sembrada de inmuebles carcomidos por la lepra de los materiales. Muchos están apuntalados con maderas donde canta su veterana presencia la carcoma. Esto es así desde hace décadas. Al no obligarlos ninguna autoridad a conservar (esos edificios constituyen el escaso patrimonio urbano salvado del devastador incendio de 1941), la esperanza de sus propietarios está puesta en la declaración de ruina. La que permite librarse de los inquilinos y demoler.
Este histórico barrio queda separado de la casa consistorial por una sola calle y una plaza llamada del generalísimo. En esa plaza triunfa intocable la célebre estatua ecuestre de Franco. Ese símbolo de la ciudad sólo pueden profanarlo las palomas. Es el emblema que singulariza un carácter dominante y ultramontano, emperrado en una discordia extravagante.
En lo alto de esa colina hay un palacio de Justicia y algunos metros más allá está el Parlamento autonómico. Ambas instituciones se codean con lo que queda del “barrio chino”. Desde los tiempos del comercio de ultramar, un comercio muy venido a menos. A la puerta de los bares, recostadas indolentemente o tricotando calceta cuando calienta el sol, sus putas esperan a algún cliente cada vez más esporádico. Son curtidas mujeres con el cuerpo desmadejado por la edad y el ajetreo económico. Los actuales proxenetas suelen ser subsaharianos de color betún. Han ido desplazando a los macarras autóctonos. Estos han ido desertando por falta de pundonor o amor al oficio.
Salpicados por entre las sombras, a causa de su fotofobia, merodean flacos yonquis residuales, fijados al chute diario de un líquido indescriptible, que podría ser incluso aguarrás. Son parte de este decorado de abracadabra. Lo mismo que las ratas de tamaño sobrenatural.
Todos estos elementos conforman una barrera (tolerada) de la disuasión. Evitan que se afinque en el lugar gente independiente y con ganas de recuperar esa zona.
Huele a inmemoriales meadas de gato y a agua de palangana. Los antros del comercio carnal con descarga telegráfica llevan rótulos fatalistas como “Sube y Baja”.
Para cualquier observador imparcial de este escenario de abandono, queda claro que, en esas condiciones, el destino asignado a este barrio histórico no es la rehabilitación integral anunciada sino la piqueta de demolición. Nada es casual.
En los últimos años se han derrumbado otros cuatro edificios allí mismo, sin que nadie se diera cuenta al parecer. También han sido frecuentes los incendios. Estos hablan elocuentemente de impaciencias constructoras por obtener beneficios del capital invertido.
Un intermediario operante en la zona me contó, hace ya más de una década, que las grandes promotoras inmobiliarias se estaban repartiendo las ruinas para copar los solares resultantes. Suelen utilizar testaferros, pero bastaría con investigar en los registros de la propiedad.
Los buitres están planeando cada vez en círculos más bajos y precisos sobre el Cabildo de Arriba. Incluso un alcalde llamado Manuel Huerta (PP) se decidió a invertir en persona. Estaba en posesión de su cargo cuando vio el negocio venir desde su despacho municipal. Adquirió un edificio entero en la calle Becedo. Justo en la zona golosa donde ocurrió la reciente tragedia del derrumbe mortal.
Siguiendo la tradición del especulador que se precie, el nuevo propietario se dispuso a desalojar todos los inquilinos de renta baja. Les debió prometer plaza de ingreso en el asilo municipal. Aunque quedó uno recalcitrante, que no se quería marchar de la casa donde había habitado toda su vida. Algunos viejos son así de románticos. Entonces el alcalde Huerta -un traumatólogo de medio pelo de profesión anterior a la política y después nuevo rico-, pasó a presiones mayores. Al final fue denunciado judicialmente por práctica de malas artes con el fin de deshauciar. Para ello empleó la clásica táctica de propiciar el deterioro galopante del edificio para que amenazara ruina. Y así propiciar que el anciano inquilino tuviera que salir huyendo, al no poder vivir en tales condiciones. Pero los jueces le dieron la razón a este último. El alcalde Huerta se vio obligado reparar el tejado por donde entraba el agua a raudales, lloviera o no, empapando las estructuras del inmueble. Nadie cuestionó lo irregular de su caso.
Este mismo personaje presidía la corporación municipal de Badenmer cuando, en la infausta fecha del 27 de enero de 1992, se hundió literalmente el hotel Bahía. Esta vez fueron seis los muertos. Obreros de las obras de remodelación del hotel, sin licencia municipal en regla. Contratista, ASCAN. Propietario Armando Alvarez.
A pesar de tener el escándalo en los telediarios y en la Prensa nacional, tanto él como los correspondientes servicios municipales optaron por dejar pasar el temporal y seguir como si nada. Finalmente, quedó probado que Alvarez (empresario de armas tomar) había ordenado de su mano mayor la demolición de un muro de carga para acelerar las obra de reforma. Falto de esa sustentación, el hotel se vino abajo. A las familias se las indemnizó bajo cuerda. Los tribunales condenaron a instancia sindical a Alvarez por negligencia con resultado de muerte a un año de cárcel. No llegó a entrar en prisión.
Una vez los cadáveres en el cementerio, el hotel Bahía se reconstruyó enteramente, añadiendo una planta más como para compensar el disgusto. Un exceso de volumen ilegal que se puede apreciar a simple vista. El mundo es de los listos.
Otro precedente. Desplome de la fachada de once plantas en el pabellón de Traumatología del Hospital Universitario “Marqués de Valdecilla”, ocurrido el 2 de Noviembre de 1999. Balance: 4 muertos y un número considerable de heridos. Alcalde, Gonzalo Piñeiro. Nadie dimitió, aunque sí se pusieron las correspondientes caras de circunstancias de cara a las fotos y la televisión.
Esta vez se le echaron las culpas a la "fatiga de los materiales", aunque controlar previamente su calidad no es una ciencia oculta. El ayuntamiento concedió la licencia y era el responsable de supervisarla. Se pasó por alto el hecho de que la constructora ASCAN excavaba un aparcamiento subterráneo, un subsuelo con abundantes aguas.
Otro caso del talante municipal de Badenmer: Jardines de Pereda, pleno centro de la ciudad. Obras de saneamiento de la bahía, otorgadas a ASCAN y promovidas por la Consejería de Medio Ambiente, cuyo titular era José Luis Gil (PP). Su brazo derecho era el ahora protagonista Iñigo de la Serna.
Para excavar más comodamente un gran hoyo rectangular o "tanque de tormenta", los operarios amputaron algunas raíces de un tilo alto y lozano. Soplaba un viento moderado cuando se vino el árbol abajo a mediodía. Una furgoneta de reparto que pasaba por allí resultó aplastada y murió en el acto su conductor, con 24 años.
El alcalde era el presidente del PP, Gonzalo Piñeiro, hoy senador real. Un grasoso ingeniero de Parques y Jardines lidió el asunto como ahora el alcalde Iñigo de la Serna: echándole las culpas al empedrado: Versión oficial: falta de sustrato terrenal suficiente para tilo tan frondoso; en combinación con el factor fortuito de viento malintencionado. Ni consejero, ni alcalde ni ningún técnico municipal se inmutaron, así como tampoco de la Serna.
Curioso y mala cosa es el mundo éste, en el que se gasta la mayor parte del tiempo y la energía en debatir y explicar o huir de lo que salta a la vista. Es como una miopía generalizada y prevista, para la que no parece haber óptica posible. Al menos mientras el status consentido se base en la cantidad de dioptrías. Un proverbio dice que no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. En Badenmer mirar sin ver es un arte. En este clima de apatía se dan bien los artistas del soslayo, por si acaso uno se topa con alguna desagradable realidad. Mientras esa bruma permanente nos impide encontrar la brújula de orientación, la tragedia se impone en las calles con cadáveres de verdad.
Entretanto, se acerca el sorteo de la lotería de Navidad. Muchos ciudadanos, cuya máxima preocupación es el metal con que pagar su tren de vida, se habrán apresurado a adquirir números. La superstición señala a las tragedias como portadoras de una suerte extra. |
. |
|
|
|