El crimen de Acteal en el calendario de Hernán Cortés
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03/12/2007
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Supongo que a los niños de Acteal se les sigan congelando los mocos colgantes de su minúscula nariz maya, con el frío cortante de las montañas del sureste de México. En las alturas de Chenalhó nada cambia desde hace siglos. En mi calidad de miembro de la primera Comisión Internacional para la Observación de los Derechos Humanos en Chiapas, pude ver todo éso que parte el alma. Los niños berreando de frío toda la noche con los bronquios helados sin cobijas y las madres haciendo de calefacción precaria. Los muertos en sus tumbas bajo los crisantemos siguen reclamando justicia para unos asesinos asalariados.
Identificados están sobradamente, pero la justicia continúa rebelde y en paradero desconocido. Todo lo contrario que la impunidad. Los presidentes -Zedillo, Fox, Calderón- se suceden en el gobierno de la capital. No hay buena voluntad para los rubricados pero incumplidos Acuerdos de San Andrés. Los escuadrones paramilitares cuentan las muescas de los muertos a sus espaldas y cobran su salario de caza al indígena zapatista. Al terror por sistema lo llaman guerra de baja intensidad. Emponzoñan el agua de la selva, levas de prostitución forzada para la soldadesca, torturas, cárceles arbitrarias, enfermedades...la muerte a sus anchas en Chiapas.
Para testimoniar acerca de esa situación, tan enquistada como patética, ya se prepara la sexta visita por parte de los observadores de los derechos humanos. Allá la siniestra aritmética es la de siempre: estado latifundista en máxima pobreza pero sobre un mar de agua dulce, maderas preciosas, materias primas estratégicas como el petróleo. Así que los indios mayas estorban mucho a los terratenientes con su cosmogonía ecológica, ergo son maleza a apartar o eliminar en aras del progreso.
En estas Navidades hará una década exacta de la matanza de Acteal. 45 indígenas tzotziles oraban de rodillas a su Dios católico, cuando las puertas del templo se abrieron y entró una ráfaga de muerte. Las balas de los profanadores segaron las vidas de ancianos, mujeres, niños y alguna criatura a punto de ver la luz. Los hombres jóvenes estaban cultivando el maíz en la milpa. Cuando regresaron se toparon con la sangre derramada. Tuvieron que amortajar a sus familiares y callar, para no provocar a los sicarios. Al dolor en silencio están acostumbrados los mayas desde hace 515 años, según el calendario colonial de Hernán Cortés.
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