El juez, la lapa y el armario
enviar este artículo
13/06/2012
.
Yo comprendo a Carlos Dívar. De pronto su vida profesional y personal son piedra de escándalo. Por culpa de unas facturas, su valiosa intimidad sale del armario secreto de lo privado, enfocado a toda luz por los medios de masas. El, un príncipe de la Judicatura, institución cuasi sacramental cuyo cimiento fundamental es la discreción, la elegancia de las formas y el rigor en el procedimiento, está padeciendo el escrutinio despiadado de la plebe. La purria soez. El exquisito juez está expuesto al vergajo del insulto y el vilipendio. Ante las cámaras insaciables su nombre es arrastrado por el fango y a la vista de la opinión pública, ese monstruo morboso, como si su vida fuera un reality show televisivo. Es un horror espantoso. Dívar está sufriendo. Tal vez incluso peligre el puesto de trabajo de su estimado jefe de seguridad personal. Sería una catástrofe horrible, con consecuencias trágicas que no me puedo ni imaginar...

Pensaba el alto magistrado que su torre de marfil en el Tribunal Supremo era inviolable, que nunca la alcanzarían las vulgares inmundicias de las calles. Se confió en exceso. El marisco y los buenos vinos son caros y la tentación fue muy grande. Al fin y al cabo sólo ganaba 130,051 € más los gastos. Los gastos: ellos han sido los culpables. Pero se dejó llevar, presuntamente, porque, en su fuero íntimo, estaba convencido de que España no le compensaba lo suficiente por sus sublimes servicios a la patria.

Desde la atalaya de la moralidad pública, la presidencia del Tribunal Superior, dicta sentencias de obligado cumplimiento para todos, del rey para abajo. Precisamente, una de ellas arrastró a la nada profesional al ex-colega Baltasar Garzón. Un reo de orgullo excesivo. Nada más y nada menos que pretendía investigar y juzgar los crímenes del franquismo. Eso es como pretender dar una patada al cielo. Una quimera y un sacrilegio. Le estuvo bien empleado por atrevido. Para que aprenda que España no es un Chile o cosa parecida. Aquí hay cosas que son sagradas. No se tocan. Y punto.

Carlos Dívar era feliz en sus escapadas de los fines de semana, con su soltería individual y su guardaespaldas. Bien guardada la espalda, todo incluido. Ni en sus peores pesadillas soñó que se vería obligado a aferrarse a la toga del cargo como una despreciable lapa.

Ahora, el paladín de la ley y la verdad está mintiendo con reiteración y alevosía. Se agarra al clavo ardiente de la pataleta como un niño inmaduro cogido en falta. Recula como un bogavante enseñando las pinzas disuasorias. Aunque le quepa la sospecha, en su fuero interno, de si terminará servido con salsa mahonesa.

No hay derecho a ponerse así por unas cenas y unos hoteles. No hay derecho. Al fin y al cabo, todo el mundo está robando y en la impunidad. Lo sé porque lo veo de cerca cada dia en los sumarios de mi despacho.
.