Invertir en acciones de la Divina Providencia S.A.
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23/04/2011
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Ya casi nos tenían convencidos del factor seguridad en la industria nuclear -es un decir- cuando llegó el tsunami de Japón levantando una ola gigante de evidencia. Los que manejan los hilos del mundo son una colla de dementes; tienen la enfermedad de la acción por la acción y carecen absolutamente del mecanismo de la conciencia. Con esas premisas el resultado sólo puede ser catastrófico, pero ellos comulgan y se santiguan cada día con el desarrollo insostenible. Explotar todo lo que se pueda mientras se pueda y luego Dios dirá. Esa es su divisa. No saben, ni pretenden, echar el freno siquiera para ver o sopesar a dónde nos conduce esta nefasta necedad. En su patología febril ni siquiera piensan que ellos tampoco se librarían, en caso de que la Tierra, inundada de mierda, diga definitivamente basta. Su contagiosa locura ha arrastrado a toda la raza humana a un vertedero donde la consigna es sálvese quien pueda. Aunque no pueda nadie.

Y los que no piensan como ellos son enemigos, catastrofistas, gente de mal vivir y a fumigar si es posible. Los demiurgos monetaristas creen en la religión de que el dinero es un valor absoluto y puede comprar su salvación. Hay pruebas sobradas de que se equivocan. No se pueden comprar milagros. Aunque ello no les impida seguir exhibiendo su obsesión por el maldito parné. Ya en el pasado hubo suficientes ejemplos de la fragilidad equilibrista del ecosistema. A presente, el caso del tsunami japonés y sus consecuencias deberían llamar a reflexión. No será así. El ser humano es la especie animal con capacidad sobrenatural de autoengaño y la fuga permanente que proporciona la fe en los abalorios de colores de la publicidad.

La central Three Mile Island de Harrysburg (EEUU) dio el sopapo de la fuga nuclear hace unos años y se pasó por encima el asunto, en plan tranquilizador. Era algo excepcional, las centrales atómicas eran una tecnología absolutamente segura. Luego llegó el zambombazo de Chernobyl y aquí enhebraron una siniestra red de mentiras y ocultaciones, hasta que hubo que enterrar el peligro de la radiación generalizada bajo un catafalco de hormigón. Hubo, cómo no, daños y víctimas “colaterales”. Estos están más que olvidados por la eterna conjura del optimismo y el miedo. La evasión del hacer como que no se ve es una especialidad del homo sapiens sapiens. Y también el sino de tropezar ene veces con la misma o parecida piedra.

Ahora estamos en el momento estelar de la central atómica de Fukushima. En el caso japonés se está utilizando la técnica informativa del cuentagotas. Tokyo Power Electric, la empresa privada responsable de la central contaminante, en combinación con el gobierno y el impagable coro de los grandes trust de la comunicación internacional, suministran una sucesiva y cambiante cortina de humo. La economía del país esta muy afectada, luego tiene prioridad su reactivación sobre las víctimas y hasta sobre la salud del planeta. El caso es que un día ya dan por controlado el reactor. Otro se elevan los índices de radiactividad. Otro día manifiestan que se hace lo que se puede. Otra noticia es que se arrojan miles de toneladas de agua altamente contaminada al mar, lo que no impide levantar las restricciones sobre la industria de la pesca y su consumo.
Y, como siempre, no se dice la verdad real a tiempo, con el manido pretexto de no “alarmar a la población y que cunda el pánico”. Sin embargo, la población japonesa entrevistada en directo manifiesta sentir miedo, sobretodo, ante la incertidumbre del qué está pasando hoy y del qué pasará mañana.
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El ocultamiento y la tergiversación de lo que ocurre en las entrañas de Fukushima han sido acompañadas por un circo sin precedentes de imágenes. Diluvio de imágenes y sequía de explicación racional. Al final, Fukushima se ha sumado al espectáculo. La cultura principal y propia de este siglo. Su corolario es sensacional: convertirnos en espectadores pasivos de una película de catástrofes con final previsible.
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Hollywood ya no proporciona sueños plausibles de cerebro humano sino hueros efectos especiales de máquina digital. Se acabó, pues, la capacidad imaginativa del Washington político. Tan sólo queda acumular moneda. Por mucho que se maquille esta vieja escena capitalista, los síntomas y sus decadentes achaques están claros. Estamos en el fin de una era del egoísmo despilfarrador y no hemos inventado nada saludable a cambio. Hay una desquiciante crisis de valores humanitarios, arrasados por la competición y la codicia. A lo que hay que añadir otras lacras: Contaminación general, cambio climático, agua escasa, los desiertos avanzando, superpoblación, la avidez de consumir de todo...

Una de las cosas que han preocupado a las grandes agencias de información es centrar y acotar la catástrofe japonesa en Japón. La calamidad sólo ocurre en Japón. Así se alej a el fantasma de la contaminación atómica, al no afectar oficialmente al resto del planeta. No obstante, la información que se cuela por los resquicios de Internet eriza la cabellera del sentido común. La central de Fukushima era supuestamente infalible, pero ya había cantado antes algunos fallos graves. Sus propietarios y los organismos de control los camuflaron. El delirio del beneficio económico está muy por encima de la seguridad colectiva y de la vida misma. Total, como nunca pasa nada, que sigan las ganancias de los accionistas. Ellos son el núcleo de la noria que hace girar ciegamente este histérico mundo.

Los reactores de la central siniestrada son General Electric. Desde luego, a nadie conviene perder la confianza en la fiabilidad de la alta tecnología norteamericana. Por otra parte, llama la atención que, en un país eminentemente sísmico, las centrales nucleares carezcan de las medidas de seguridad con que se construye cualquier otro edificio. El resultado es que ya se ha revelado que el desastre nuclear japonés supera al de Chernobyl con creces.

Hasta tal punto es alarmante lo que está ocurriendo, que ya se empiezan a oír voces oficiales entonando el réquiem para esta energía con muchos problemas para almacenar sus peligrosos residuos. La guerra hipócrita contra el teatral coronel Gadafi, anuncia la apetencia del gas barato, abundante y geoestratégico de Libia. El gigante alemán Siemens ha anunciado su abandono de esa tecnología. Demasiado tarde también, la canciller germánica Angela Markel se ha pronunciado públicamente en ese mismo sentido. Quizá los políticos españoles se queden solos defendiendo la chatarra de Garoña, Cofrentes, etc.

La propaganda del del "todo va bien en el mejor de los mundos posibles" casi me había convencido para poder dormir tranquilo. Su insistencia es feroz y escarban en todos los resortes biológicos y psicológicos del individuo masificado. Al fin y al cabo, por puro instinto de supervivencia, todo quisque tiende a creer que todo no está tan mal. Por otra parte, como en el caso de las torturas, nuestra capacidad de resistencia a la publicidad es limitada. No estamos blindados contra todo mensaje seductor. Así que la manipulación está a la vuelta de la esquina. Siempre nos puede sorprender con su acostumbrada eficacia.

Después del cuentagotas informativo de estos días y, tras enterrar en las fosas del olvido a las víctimas actuales y futuras de la radiactividad de Fukushima, nos llegarán de nuevos los aires publicitarios del optimismo de esta avanzada sociedad. La consigna, como siempre, es que hay que olvidar y ser felices. Seguir adelante. Salir de la crisis. Aceptar los riesgos el progreso. Consumir. Compro, compro. Vendo, vendo.

A la vista del panorama general de delincuencia de guante blanco, cabría pensar que hacerse multimillonario, archimillonario, megamillonario, übermillonario, obedece a algún propósito de orden místico, religioso o filosófico. Luego resulta que no. Los ricos del mundo lo que pretenden es convertir la biosfera en dígitos bancarios.

Esa es la suprema abstracción suya y que imponen a los demás. Su Vellocino de Oro; el Santo Grial contemporáneo. Cuanta más cifra amasada, más posibilidades de quedar reflejado su nombre en la Lista Forbes de los éxitos de salvación. Y que todo el mundo se entere de la superioridad del afortunado poseedor. Nada de detenerse o hacer un aparte. Ni prever, ni pensar con la duda por herramienta. El imperativo dominante es actuar y luego ver qué pasa. Si acaso sobreviene una calamidad, como es norma y como consecuencia de su labor, siempre queda encomendarse a la Divina Providencia. Un escudo litúrgico bajo palio.
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