Un héroe ruso |
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31/05/2007 |
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Ya lo escribí en otra ocasión, pero como sigue Irak y el mundo arde de cainismo, vuelvo a insistir. Esta es una invitación seria, solemne, a los que abrazan la profesión militar, para que se libren de ese abrazo macabro. Y que opten por vivir y dejar vivir, en vez de matar y dejarse matar.
Como el héroe ruso de esta historia.
Efectivamente. Si hay algo de lo que no quepa la menor duda es de que en este mundo son posibles los milagros. Los milagros para serlo tienen que ser muy raros. De lo contrario no llamarían la atención. Por ejemplo, en tiempos de guerra lo sobrenatural y paradójico es que un soldado profesional se niegue a matar, cuando es su oficio y para ello lo robotiza la instrucción recibida de sus mandos. Sus armas están inventadas para matar y no sirven para ninguna otra cosa. Y, ciertamente, cada vez matan más y mejor, como las bombas de racimo que están cayendo, suspendidas de su diminuto y grácil paracaídas, sobre la población civil de Iraq. Matando niños, matando ciegamente. Fuego a discreción.
Uno de esos milagros fue precisamente la desobediencia de un capitán de submarinos ruso, llamado Vasily Arjipov. A este militar, desconocido por la Historia (y seguramente represaliado de las autoridades soviéticas con un pasaje de ida a algún gulag siberiano), le debe toda la humanidad el que haya todavía historia. Su contraorden evitó el desenlace de una guerra nuclear que podría haber sumido al planeta en la noche de ceniza eterna. Pum. Cadáveres, cadáveres, cadáveres. La muerte glacial apoderándose de un planeta desintegrado por los megatones de la radiactividad. Una bola de billar. Con lo cual, muchos de nosotros no habríamos nacido o habríamos sobrevivido en forma de crustáceos o de alguna variedad de mutantes genéticos, con cuerpo gelatinoso y cerebro de puré de castaña.
Aquel feliz acto de indisciplina sucedió en plena crisis de los misiles de Cuba. Hace ya de esto muchos años, pero parece que fue hoy y de siempre: las hazañas bélicas son una costumbre terrícola permanente, como sonarse los mocos o tirarse pedos.
Entonces era la guerra fría y los dirigentes Kruschov y Kennedy se echaron un pulso a cara o cruz. A cambio de su ayuda en petróleo y rublos, los soviéticos habían emplazado rampas de misiles entre las cañas de azúcar moreno. Hubo ultimátum y el mundo vivió veinticuatro horas de un silencio sobrecogido, sabiendo lo que significaba que los soviéticos no dieran marcha atrás. El Apocalipsis bíblico. Un intercambio de misiles cargados con ojivas termonucleares desencadenando un holocausto atómico de tal magnitud que, en comparación, lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki habría sido un incidente trivial.
Imaginemos la situación. En un momento dado del descerebre testicular, se produjo un ataque de destructores norteamericanos a submarinos soviéticos que bordeaban la isla. En las profundidades del mar Caribe, una tripulación, a la defensiva y lista para apretar los botones atómicos de la hecatombe, recibe la Orden de replicar a ese ataque con toda su muerte. Y finalmente, Vasily Arjipov, que presumiblemente no era practicante cristiano, musulmán, ni judío (por lo tanto, no especialmente violento), decidió rebelarse contra la disciplina castrense por responsabilidad humana. Esa fue su grandeza, al asumir los correspondientes riesgos como militar y como ciudadano de un régimen totalitario.
En las grandes páginas de la Historia, el milagro se produce casi siempre gracias al renglón imprevisto y torcido del factor humano. Algo así como en la película del submarino "Octubre Rojo", pero de verdad. Sin actores de Hollywood. Aquel capitán de submarino fue tal vez tratado como "traidor" y antipatriota por los dirigentes de su país, pero fue sin duda alguna un auténtico héroe para la humanidad. Un ciudadano del mundo civilizado, sin religión pero con alma. El capitán del submarino nuclear ruso Vasily Arjipov fue un hombre. Los del dedo en el gatillo son otra cosa más larvaria. |
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