Insignificancias y perplejidades |
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10/01/2010 |
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La vida no es más que el espacio entre el punto de parida y el punto final. La línea a seguir entre ambas trascendencias puede que sea recta (poco probable), quizá ondulada (posible) o tal vez quebrada (lo más frecuente). La espiral es imposible por definición. Aparentamos ocupar ese espacio fluctuante entre dos puntos: el punto limpio y el punto muerto. Aunque lo sabemos de sobra y lo repetimos a menudo, siempre lo perdemos de vista, pero hay que fijarse bien en el punto por dónde vamos orbitando. Fijarse bien en este punto y sus derivas e intenciones, como nuestro adoquín particular que es, suspendido en el espacio/tiempo. ¿Está calibrado su tamaño, textura, su significado en el contexto, sus virtudes, sus defectos, su pertinencia, su arbitrariedad? En apariencia cada punto es sólo un humilde signo sintáctico más. No pretende medallas, pero tampoco quiere que se le arroje a la basura de la indiferencia. Tan sólo que se sepa que su signo es importante para la claridad y comprensión del lenguaje. Se pueden poner o quitar accesorios históricos o silencios, pero el lenguaje es el rasgo más evidente de la evolución cósmica de una especie tragicómica. Se puede decir que somos hijos del lenguaje, sin temor a exagerar o a equivocarnos.
Al fin y al cabo, la vida no suele ser otra cosa que una herida cosida con sucesivos puntos de sutura.
Si somos el lenguaje, el punto gramatical es, cuando menos, más determinante que el individuo. Quizá no lo veamos así por falta de perspectiva, estamos demasiado cerca de los árboles para ver el bosque existencial. Nos creemos gigantes, aunque en realidad somos meros puntos que habitamos en un remoto lugar, cuya importancia en el Universo se la damos nosotros. Y nadie más. Ni siquiera el Dios que adoran los que creen y al que atribuyen nuestro fundamento y nuestro funcionamiento. Lo veneramos más que nada por el miedo supersticioso individual a desaparecer de la Gramática. Quedar tachado del juego de los vivos.
El punto esférico Tierra se mueve siguiendo las órbitas previstas, pero en ningún momento deja de ser lo que es. Un minúsculo planeta. Un rastro perdido en la infinitud. Un trozo de agua, tierra y rocas. Todo es cuestión de escala. Lo mismo que nosotros observamos con lupa seres microscópicos, en apariencia inexistentes para nuestros sentidos, puede que nosotros mismos seamos una especie de bacterias pululando por un tubo de ensayo cósmico. Un experimento de laboratorio con muy poco margen para el libre albedrío, si consideramos las leyes de la biología y sus limitaciones.
En esta cabeza de alfiler infinitesimal donde estamos, somos un punto y aparte. Y en ese fluctuante plano situado en blanco entre el punto y el aparte, se abre un espacio vacío todo lo grande y temible que podamos imaginar. En ese páramo de la sintaxis caben y se precipitan al olvido todas las cuestiones estelares: zozobras, presunciones y aventuras personales pasadas, presentes y futuras del homo sapiens. Cabe la guerra del Peloponeso, el nacimiento de Cristo, la permanente desolación africana, la masacre de Gaza 2009, las invasiones violentas, la mentira infinita, toda la Historia feroz de la Humanidad, el tedio organizado, la tortura, la estupidez, la histeria y el desasosiego permanente. Y también, en un rincón apartado de ese mismo punto tiembla, cual hoja apocada, frágil, la solitaria excepción de la poesía.
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