Las armas muertas |
 |
27/12/2009 |
. |
Lo que voy a contar ocurrió el día del sorteo de la Lotería Nacional. Este es el Día de la tradición que más concentra las ansias de la gente por ser ricos en un golpe de suerte. Y a volar, aunque sin el motor de la imaginación, a tenor de lo que dicen y repiten siempre los agraciados, mientras sueltan el chorro de burbujas de una agitada botella. El resumen viene a ser que ¡por fin! ya pueden comprar con seguridad todo cuanto quieran. Comprar. Esa es la Felicidad. En esto todo el mundo parece de acuerdo. Nadie lo discute y de esta guisa hemos llegado a la cúspide de una filosofía de vida: ya no es, como se solía decir, que el dinero dé la felicidad. Es la Felicidad misma.
Ahora, una pregunta gaseosa ¿por qué se identificará el triunfo o la alegría social con el derrame de vino espumoso?
El caso es que estaba inmovilizado en casa por culpa de una lumbalgia de intensidad regular. Reposo absoluto y manta eléctrica a la espalda. Aburrimiento. Días de horas pasando lentas, como frenado el tiempo por un mecanismo pegajoso. La mano empuña el mando de la televisión y apunta a la pantalla como si quisiera ametrallar las emisoras de puro pelmas. No importa que haya muchas, todos sus programas son igualmente descerebrados. En todas se repiten los mismos perfumes, los mismos cosméticos milagrosos, los mismos automóviles, los mismos engendros... En definitiva, la misma engañosa tentación del brillo a cualquier precio; comprando esto o lo otro, naturalmente.
Se ha invertido la ecuación: los programas acompañan la publicidad de los productos en promoción. Y no al revés, como se tenía previsto en un principio.
Aparecen ganadores de la lotería haciendo parecidos gestos espasmódicos y tontainas que los futbolistas cuando consiguen meter un gol. También hacen las mismas sesudas muecas y declaraciones ante las cámaras. Estas tienen una capacidad inmensa para tragar cualquier cosa que embote al espectador.
Menos mal que la televisión es mala de solemnidad, porque de ser sutil e inteligente podría manipular cerebros indefensos a conciencia.
Veo que en un telediario sale Putin, el envarado y frío Rasputin ruso de este siglo; va vestido de judoka y derribando contrincantes sin resistencia, como si fueran moscas fumigadas por un insecticida. Quiero hacer un exorcismo para conjurar esta imagen facinerosa. De repente me entran ganas de leer algo ruso. Algo que me transporte de esta impronta mafiosa del postsovietismo mortuorio, materialista y hortera. Un arte que me remita a la decencia del alma eslava y a la sensibilidad del talento. Un trago de fuerte licor estepario. Lo único bueno que tiene estar enfermo es que no hay necesidad de coartadas ni justificaciones para los vicios; soy libre de beberme toda la literatura que quiera, mientras el cuerpo aguante. Pero la lumbalgia me acaba de dar una punzada de aviso. Uno no puede moverse a voluntad impunemente; ni cambiar de postura sin dolor, como en la vida misma.
Así pues, telefoneo a la librería del barrio y pregunto si tienen “Almas Muertas”, la obra maestra de Gógol.
A ver, espere un momento (se oyen teclas de ordenador). Tras unos instantes de suspense, a continuación la voz dice que no.
Pues no, no tenemos “Las Armas Muertas”.
Mi lumbálgica y pobre vocalización al expresarme, el correspondiente malentendido de la dependienta y la idiota respuesta del ordenador, han dado a luz una paradoja absoluta: Las armas muertas.
Todas las armas muertas, incluídas las palabras armadas. Artefactos nacidos expresamente para matar, devenidos cadáveres sin objeto. El abandono de la violencia por el homo sapiens, la sobresaliente forma de conseguir sus ambiciones. Qué mayor símbolo de paz. Un imposible metafísico. Ahí está la historia.
|
. |
|
|
|