Refugiados |
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30/11/2009 |
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34 años lleva el pueblo saharahui clavado en lo más desolado de la hamada (desierto de piedras) argelino. Es víctima de las ansias anexionistas de Marruecos y de la incuria cínica de la diplomacia internacional, siempre al servicio de los más poderosos.
El siguiente texto es un extracto de otro que escribí, en 1993, a raíz de mi estancia en los campamentos de Tindouf, allí donde se pudre día a día la esperanza puesta en una tierra (invadida por Marruecos), aunque se sigue resistiendo activamente, a pesar de todo.
Hubiera preferido no tener que rescatarlo después de tanto tiempo depositado en los archivos. Esa innecesidad habría querido decir, por fin, que hay paz con territorio. Pero desde entonces las cosas no han hecho sino empeorar.
Lo que se dice en el texto es igualmente válido para otro pueblo sin país, el palestino (víctima de un Israel sionista, asimismo condenado ineptamente por esa especie de cosa que es la ONU).
Refugiados
A mi amigo Ahmed Larbi,
a quien no he vuelto a ver desde entonces.
¿Qué es un refugiado? Pregunta retórica. Para los que deciden el mundo, un refugiado no es quién; es qué: una cosa. Un acompañante del polvo y de las piedras, nunca un ser humano normal y corriente. Es una especie de sarmiento trasplantado en la nada y a merced de todos los elementos de la desgracia, habidos y por haber. Es un ser al que le arrancaron un día las raíces de su origen y demolieron hasta los cimientos de su casa: bien por la fuerza del terror armado, por la mentira de unas promesas incumplidas o por la estafa consumada de unas componendas geopolíticas entre poderosos. Un refugiado es un nadie que a duras penas afronta el cada día en los límites de la supervivencia. Habitantes de una extremidad sin horizontes, el agua que calma la sed de justicia y cauteriza las heridas de su orgullo es la rebeldía. Sin esa lumbre desparecerían como anónimas páginas en blanco de la Historia. Una Historia construída sobre los intereses creados de los credos religiosos y no basada en motivos humanitarios.
Cada pueblo refugiado significa un solemne y trágico fracaso de la humanidad. Cada campo de refugiados es como un náufrago que nada a contracorriente de su salvación.
Para los refugiados del mundo se crean territorios inhumanos donde habita el viento traicionero, el frío gélido de la noche y el horno de los grados insoportables todo el día; la enfermedad y la desesperanza, nutrida por la cantidad de tiempo que transcurre sin soluciones, ni tampoco noticia de los seres queridos dejados atrás o desaparecidos o muertos. Los campos de refugiados son siempre un atroz abecedario de calamidades, un inframundo deliberadamente olvidado por el planeta del bienestar; un vertedero de la historia donde se deposita a aquellos seres molestos para los intereses del confort a crédito en el Gran Mercado del mundo.
En un principio esos campos son siempre provisionales; así lo afirman hipócritamente sus promotores, aunque luego siempre terminan haciéndose perpetuos. A lo sumo que pueden aspirar sus habitantes es a ser noticia de medio minuto en algún distraído telediario, y siempre que se haya producido una espectacular masacre o alguna convulsión equivalente. Un genocidio es noticia, pero los refugiados no lo son por sí mismos. Por muchas lacras que atesoren en su desalmada monotonía diaria.
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