La guerra del atún ¿a cómo nos sale el sushi?
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24/10/2009
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El pesquero vasco “Alakrana” fue secuestrado por “piratas” somalíes, que buscaban pescar dólares en cantidad a cambio de soltar las amarras del rehén. La tripulación estuvo secuestrada con el barco, durante 47 días y sus noches. Finalmente fueron liberados a mediados del mes de Noviembre. Según las partes implicadas, se ha negociado a toda máquina ¿quiénes y con quiénes? Se ha llevado a cabo el chalaneo mediante secretas maniobras, aunque la situación ha estado, muchos momentos, días, encallada y encanallada. Sucedió que el juez Garzón, un interruptor siempre a la captura de fotos, echó sus aparejos judiciales en el espectacular asunto de la piratería. Puso cerco jurídico a esos corsarios, y dos de ellos ya fueron extraídos de allá hasta suelo español. Las portadas de los telediarios los han exhibido a ambos, manejados a la manera de los presos islámicos de Guantánamo, aunque vestidos con un mono color blanco vaticano.
Ellos han sido un escollo importante en la negociación del "Alakrana". Antes, los piratas de Somalia habían secuestrado el barco “Playa de Bakio”; entonces bien que se negoció, sin interferencias leguleyas, el money-money de su liberación.

Las autoridades europeas han lanzado, contra ese temible enemigo pirata, por tierra, mar y aire, la "Operación Atalanta". Una parafernalia logística de primer orden, con alta tecnología bélica (fragatas, aviones espía, helicópteros...), surcando los mares africanos, contra harapientos filibusteros que atacan en lancha, sandalias descalzas y fusil Kalashnikov al hombro: préstamo de unos señores de la guerra que buscan su tajada en las aguas revueltas del Cuerno de Africa.

Los barcos secuestrados estaban pescando atún de manera exhaustiva en el océano Indico somalí. Son empresas privadas con suculentos beneficios privados. Los pescadores somalíes protestan de que esa pesca les corresponde a ellos. Y de que, a cambio, sólo reciben indiferencia hacia su penosa situación económica, paralela de la penuria endémica de su desvertebrado y depauperado país.

La pesca es una industria muy lucrativa que surca los mares del mundo arrasando especies bajo la quilla. Los pesqueros de gran porte, como el “Alakrana”, se ven obligados a capturar lo que sea, donde sea y como sea. Sus gastos fijos de mantenimiento son cuantiosos; si un buque de estos se detiene, ello supone un serio recorte de beneficios para los consorcios propietarios. Acalorados por el maremágnum mediático y patriotero de estos días, estos orondos armadores exigen presencia militar a bordo de sus barcos-factoría. Espetan que “así lo hacen los franceses”. El gobierno ha replicado ofreciendo seguratas civiles, con formación específica para marear armados hasta los dientes.

Acosado por sus escándalos de putrefacción intestinal, el PP echa su anzuelo en este proceloso asunto y acusa al gobierno de debilidad, de no tener agallas. Es la guerra de los peces ¡¡por San Ictícola!! ¡¡Sus y a ellos!!

Así pues, el Norte industrial defiende manu militari su hiperactividad pesquera en los caladeros del Tercer Mundo. Este proceder forma parte de la prepotente constante colonial, del abuso de poder y la rapiña. Por más que no se llame oficialmente piratería, se trata de un saqueo al muy eficaz estilo del honorable corsario Henry Morgan: para nosotros todos los recursos naturales del Sur que se muere de hambre.

Ahora que está incluida su Defensa en los Presupuestos Generales del Estado ¿A cuánto nos saldrá cada lata de atún?

Los pesqueros modelo "Alakrana" llevan a bordo, es un orgullo, las últimas tecnologías avistadoras y esquilmadoras de los bancos de peces, en cualquier parte del planeta. Desde esos lejanos caladeros, los pescados viajan en avión hasta los mercados de Occidente y Oriente. Japoneses y españoles, por ese orden, son los máximos consumidores de pesca mundiales. Así pues, proteger con la Armada Real las espaldas de la empresa privada y el negocio, se llama normalidad. Es la fuerza de la democracia en acción disuasoria y/o punitiva.

Por lo regular, antes que eso o simultáneamente, el hombre blanco neocolonial se aplica a untar y manipular títeres gobernantes locales; calafatear cuentas secretas en islas caimán y paraísos similares, con el fin de facilitar las maniobras de las artes arrastreras para el posterior consumo como cosa corriente en nuestros platos de sibaritas. Nunca sobra una visita al excelente documental “La Pesadilla de Darwin”. Aunque sea algo distinto que Somalia, no deja de ser otra variante de lo mismo.

A los negros habitantes de las mil miserias no se les concede ni las raspas del pez benéfico. Ni siquiera el derecho de emigrar de su inexistencia. Algunos de ellos tienen suerte. Alcanzan a salir huyendo de la esquelética muerte flotando millas marinas, hartos de sed en los cayucos y pateras de los traficantes de carne humana. Si no revientan o se ahogan en el viaje, les espera el feliz destino del sinpapeles en los civilizados países del Norte policial.

La red de las materias primas se cierra contra toda esperanza subsahariana de salir a flote a cambio de su pesca o sus minerales. La voracidad de la maquinaria industrial de la producción-consumo es insaciable. Hollywood hace taquilleras películas sobre su mala suerte. Pero, ojo, los ricos nunca son piratas. Son emprendedores empresarios y banqueros honrados que invierten en extraer oro, diamantes, petróleo, uranio, coltán, madera de jungla, marisco y lo que pueda manufacturarse. Crean puestos de trabajo aleatorios. Succionan, como elegantes vampiros de satén, toda riqueza entendida como dígitos contantes y parpadeantes en las computadoras del parquet de la Bolsa.

El hombre blanco secuestrará hasta el despellejante sol de Africa cuando consiga domesticar su energía y hacerla pasar por un contador. Tan sólo dejará la sombra helada por inservible. El hombre blanco predador ha edificado su Historia afanándolo todo; desde las levas de esclavos encadenados, hasta la última piedra o agua susceptible de explotación. Y para ello, es proverbial su oblicuo manejo del lenguaje. Usa una retórica verbal con infinitos pliegues y tendenciosos significados, siempre al servicio de una moral de sepulcro blanqueado. El mayor arma para la impunidad del latrocinio ha sido el adjetivo.

Esa gramática parda ha sido constantemente ensalzada y legitimada en el supremo nombre de Dios y de la hucha. Los púlpitos han ayudado mucho a esta humanística laboriosidad. Al día de hoy, para la rueda del Progreso, el epíteto condenatorio es el de “pirata”. Antaño, en los pioneros y piadosos tiempos recolectores de algodón y de marfil y el oro del inca o del apache, era el de “salvajes”.

En definitiva, no hay nada nuevo bajo el cielo abrasador y las noches heladas de Somalia; erial hambriento y desolado, inmerso en una corrupción endémica, donde combaten niños guerreros, para poder comer. Asesinatos políticos y conflictos sin fin por el control de los escasos pastos para las cabras. La población famélica huyendo constantemente de la violencia. Controlar las mujeres y los niños significa controlar el fielato de la ayuda humanitaria internacional. Allí la vida humana vale menos que el precio de una lata de atún en un supermercado español. El mundo desarrollado conoce esas llagas desde hace mucho tiempo. Y calla: se lucra de ese caótico desconcierto y aprovecha para seguir pescando. Y depositando a cambio residuos tóxicos por doquier.

En los diccionarios de la codicia la palabra más proscrita es igualdad, seguida de la de ecuanimidad. Se pretende lo más barato. Es cuestión de conseguirlo todo a cambio de nada. Impunidad y silencio. Una ecuación perfecta. Hasta que aparecieron los piratas, con sus andrajos patibularios y sus Kalashnikov A-47. Ante este intolerante desafío, las democracias cristianas han desencadenado su poderío atunero.

Entre toda este revoltijo, donde cada cual anda arrimando el ascua a su sardina, cobra plena vigencia la vieja expresión "¡Y aún dicen que el pescado es caro!"
Aunque la verdadera pregunta, en la buena mesa de los países ricos, podría ser: ¿a cuánto nos sale el sushi?
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