Letras y letrinas |
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29/09/2009 |
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Acabo de leer “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, obra del escritor japonés Haruki Murakami, uno de los autores más celebrados en la posmoderna actualidad. Tras ese título tan sugestivo habitan 900 páginas de nada con nada. Lo más significativo es el título en sí mismo.Y el mérito del lector para llegar hasta el punto final.
La principal cualidad de Murakami es ser un habilísimo artista de la digresión, encolada en un puzzle espiral; una escritura estructurada como un Cubo de Rübick. Das vueltas a los colores hasta que consigues al fin encajarlos, para inmediatamente preguntarte ¿por qué lo he hecho y qué sentido tiene? Era entretenido. Matar el tiempo. Poner a prueba la habilidad. En el caso del lector de Murakami poner en solfa la paciencia. Una virtud incuestionable, aunque muy dura de roer para quien la practica.
La etiqueta del fenómeno editorial insiste en que la prosa de Murakami contiene ritmo y melodía del jazz. Como si este estilo musical fuera algo monolítico, cuando lo que lo hace imprevisible es precisamente la improvisación. Haruki es todo estructura acumulativa. Sí desliza nombres de composiciones y acredita ser un buen conocedor de esa música. Es su filón. Otro título suyo es “Tokyo blues”. Intrigado por cómo diablos se podía conjugar el estilo cool con un texto literario, empecé leyendo su leve “After dark”. Luego me enganchó otro excelente título: “Kafka en la orilla”: así fatigué 714 páginas que no cuesta nada olvidar, algo así como un gas evanescente que quiere pero no tiene nada que ver con Kafka.
Haruki Murakami es lo que se llama un escritor de culto.Ha conseguido destacar y llegar la cumbre. Da igual lo que haga. Sus novelas están en todas las estanterías comerciales.
En busca de otra cosa para variar del orden espiritual japonés/americano, entro a echar un vistazo en una librería. Inabarcable cantidad de títulos de novelas, montañas de novedades, en este otoño 2009. Me pregunto de dónde salen tantos escritores como setas. Y luego ¿la gente lee tanto o el destino anticipado de muchos de esos libros es ser papel reciclado? Por encontrar algo que decirme, me respondo musitando que estos son tiempos de la Cultura expelida por un tubo de acontecimientos. Tiempos donde las palabras persiguen el bulto y la cantidad mercantil. No aspiran a desvelar lo oculto sino a disfrazarlo, bajo las directrices de la omnipotente y evasiva industria del ocio. A 25 euros o más el ejemplar, cada novela lanzada al mercado habla de un pantagruélico negocio. Ojeas y hojeas, no sabes qué elegir; lo más seguro es que te equivoques, obnubilado por los reclamos y los adjetivos sobresalientes de las solapas y las publicaciones especializadas. No hay referencias fiables. La crítica está amordazada o adquirida por el mercado. Te llevarás a casa un montón de páginas de plomo resabido o con falta de sustancia. Otro ladrillo más okupando tu biblioteca.
Prisioneros de la necesidad de un estilo que impacte, la legión de los nuevos novelistas se afanan en el neoplagio intertextual. En un mundo donde prima lo audiovisual siempre hay prisa; no hay lugar para el sedimento. Todo quisque pretende ser original, pero nadie quiere ser raro. Tomarse en serio el papel de urdidor de preguntas es arriesgarse a quedar fuera de la órbita de los premios, las subvenciones y los determinantes medios de comunicación. Así que los escritores amanuenses cortan, pegan, mezclan retales de antiguas narrativas, atrapados como están por la araña del triunfo. Más que decir algo lo que se necesita es algo que vender. Tienen un par de semanas a lo sumo para alcanzar el top. No hay espacio suficiente para tanta novedad en las vitrinas. Muy conscientes de ello, practican la frenética costura prêt-á-porter, acorde con el marketing editorial de moda. Se quieren Kafkas y Dostoievskis, pero al modo de la sopa instantánea. Porque ¿quién quiere pasarse años persiguiendo una obra, quizá incomprendida en vida?
Uno tiene la sensación de que el alma del hombre del siglo XXI está fuera de los libros. Quizá está ya digitalizada y sepultada en la cripta de un archivo universal inaccesible. Cuanto más insignificante es el yo creador, más mayúsculo es el ego vociferante. ¿Es que no hay nadie que quiera seguir siendo nadie? ¿reflexionar un poco? La realidad editorial refleja más bien una literatura decorativa, predigerida y lista para descongelar en el microondas. Entre las páginas de esa prosa apresurada se describen situaciones de decorado cinematográfico. Por entre los puntos y las comas transcurre una narrativa donde la vida es un juego estético, pululan personajes que se pretenden insólitos. Modelos pijas contoneando su talla 36, detectives de carácter rebuscado, periodistas increíbles, viajeros intrépidos que viven sus aventuras salvajes en las habitaciones africanas de un lodge de lujo; y desde allí pontifican superlativamente sobre el coltán, los diamantes y las otras guerras del horror vigente.
Y ahora Internet ha llevado al paroxismo esta impronta de banalidad. El cibercosmos es la piedra filosofal de un desenfado egomaníaco sin fronteras: todo el mundo se cree un genio, bajo la cúpula protectora de lo divertido como necesidad insoslayable. Están en su derecho; al fin y al cabo, en este mundo casi todo es una cuestión de fe. Pero el resultado, por lo regular, es insufriblemente hueco y estragante.
Son tiempos donde las ideas dichas con escalpelo resbalan como el moco de un constipado. Son netamente desplazadas por las simples ocurrencias. Ante la falta de calado de la literatura, la logorrea está servida. En este panorama, el lector potencial es un náufrago a merced de ese oleaje. Sin balizas orientativas, ni helicópteros de salvamento.
Al final de todo, no hay nada más lógico y con más precisión que el lenguaje mismo. No deja de ser curioso que los sitios de cagar al aire libre se llamen...letrinas.
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