Esa condenada obsexión |
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15/06/2009 |
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En un libro gordo del ministerio de Sanidad español se tipifica en tono rotundo y sin equívocos que ahora mismo la homosexualidad es una enfermedad mental. Se añade casi con subsidiario alivio que ese mal es curable. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud ya concedió, hacia 1990, que tal heterodoxia sentimental debía incluirse dentro de la normalidad que habitamos.
Un tanto lejos de aquí, aunque muy cerca de la cuestión y en el mismo tiempo (15 de Junio del año 2009), Mahmud Ahmadinejad, el reelecto presidente de la teocracia islamista iraní declaraba enfáticamente que, a diferencia de ellos, “los políticos occidentales apoyan, incluso, a los homosexuales”. Incluso. Este es el turbulento vocablo que resume, para el régimen de los turbantes chiítas, una absoluta falta de moral y de escrúpulos.
No obstante y en busca de un respiro inquisitorial, más al norte en Europa, la jerarquía de la iglesia católica sueca intenta distraerse de la contumaz rigidez vaticana en esta materia; está dejando entreabierta, no sin titubeos, la posibilidad de "adaptarse" y aceptar los matrimonios entre feligreses homosexuales.
Sin embargo, y volviendo al mundo feliz de las paradojas mediterráneas. En la misma España del anatema homofóbico, oficial y extraoficial, florece ahora mismo una boyante iniciativa privada: vacaciones con embarazo in vitro garantizado, para aquellas lesbianas que lo deseen y puedan pagárselo. La idea y la práctica son de una agencia turística exclusiva para gays. Gracias a la permisividad de la patria, en materia de la manipulación de embriones, se ha abierto la puerta a un nuevo filón económico. Y así, hasta Alicante van llegando cientos de peregrinas internacionales, aspirantes a ser madres al tiempo que toman el sol. Y dispuestas a aflojar la cartera, pues la factura es de bronce.
Empero ¿acaso todavía las inclinaciones sexuales de cada quisque son de interés preferente y general, en este siglo XXI de la era del Hombre? ¿Está lo gay de moda? Puede ser, pero lo cierto es que la homosexualidad sí ha estado permanentemente y para mal en el punto de mira del poder. Quizá tenga que ver con el miedo al descontrol, con la antropología de la normalidad, con la merma de autoestima heterosexual, con los fantasmas, con la cacería del chivo expiatorio, con las conductas de insatisfacción maniática. Con la perplejidad humana, una vez más.
Es una tradición constante la religiosa de mezclar, con el máximo interés, las cosas del cuerpo y del espíritu. El suyo es un afán por someter y controlar la supuesta disipación del placer en favor de fervores más prosaicos e inodoros. Como, por ejemplo, amasar dinero.
Ciertamente, a los representantes de la fe no se les puede negar la cualidad de la perseverancia. Fieles a su sospechoso ahinco, la persecución de la homosexualidad ha tenido siempre como principales promotores a las liturgias judaica, islámica y cristiana. Es un evidente ardor punitivo, el de estos tres cultos hegemónicos.
Ya el colérico Yaveh intervino personal y expeditivamente en Sodoma y Gomorra, atormentando a los pecadores con su lluvia de azufre. Más a ras de tierra, también los nazis alemanes fueron dueños del fuego purificatorio, por un momento. Y, apegados a sus mitos de pureza racial nibelunga, abrieron y cerraron sus hambrientos hornos crematorios, no sólo para para calcinar semitas sino también tantos cuerpos de invertidos como pudieron. Es asimismo la homofobia un epicentro doctrinal y recurrente para todo fascista que se respete.
Con sus versículos coránicos puestos en la poligamia, la sharia musulmana no es ley más piadosa con la gente homosexual que el Antiguo Testamento. Las mencionadas declaraciones del presidente de Irán incluyen un modesto aviso. Se sabe que puede preceder a la lapidación o a la ablación de los órganos genitales de cualquier bujarrón, coincidiendo con la hora de la plegaria cantada por el muecín.
A su vez, aunque lamenten en el fondo no poder ya echar leña al fuego de la parrilla inquisitorial, los patriarcas de la iglesia católica continúan con su enconada obsesión: abominar contra esta intranquila circunstancia humana.
El Papa actual, con más saña quizá que otros anteriores, es una redundancia de piñón fijo en este asunto. No importa que la jerarquía católica se debata entre los constantes escándalos de pederastia clerical urbi et orbi y la necesidad de ser fieles a sus dogmas arcaicos. A lo sumo piden perdón por los daños causados. Pero nunca recogen los escombros del error; ni rectifican, como es de sabios.
Es de entender que la atracción exclusiva hacia el mismo sexo era, en sí misma y en otros tiempos, un peligro para la procreación vivípara. La pervivencia de la especie, el homo sapiens sapiens, estaba en juego. Creced y multiplicaos, conminó el Dios de Abraham.
A vista de pájaro del prejuicio, me asalta una arbitraria conjetura; quizá la enigmática desaparición del hombre de Neanderthal se debió a que, en un momento dado y obedeciendo alguna señal atmosférica, se hicieron homosexuales al unísono. Pero dejemos el misterio en manos de los doctos sacerdotes, cuya labor es descifrar misterios.
Lo cierto es que ya no vale el argumento de la procreación, ergo ¿cuál otro pretexto queda para la represión de esa modalidad del amor? Tal vez la falta de seminaristas. Por los vientos que corren, los gays y la procreación in vitro no hacen zozobrar la multiplicación de la especie humana. Los gays de orden quieren casarse y tener hijos, aunque sea contra natura ¿pero qué es lo natural en un mundo que promueve y ensalza sobre todo y cada vez más el artificio? Fecundados in vitro, o adoptados de entre las mondas del mundo miserable, son hijos al fin y al cabo. Haciendo caso a la doctrina, deberían recibirse como jubilosos hijos para el cielo.
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