Muge Múgica, el Ofensor del Pueblo
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01/12/2008
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El Defensor del Pueblo ha hecho en una emisora de radio un panegírico de la carnicería taurina. Y de paso ha despachado su convicción de que es imposible convencer de nada a los tontos, en este caso los antitaurinos (ver sección navegando, aquí al lado).

También podría decirse, según esa misma lógica, que los cantamañanas de todos los colores, tamaños y texturas son un espinosa pero llamativa flor de cactus que medra que se mata en el sustrato mugriento de esto que se llama comúnmente Estado español o España, según versiones. Un modelo de estado en perpetua preñez de buena esperanza; aún sin ver luz sin sombras en pleno siglo XXI. En las postrimerías del siglo anterior, una virginal y ñoña transición parió la estrecha Carta Magna del descafeinado para todos. Una Norma (lidad) timorata de mírame pero no me toques, que de hecho supone un frenillo de libertades y una duplicada ruina burocrática para el propio estado.

En resumidas cuentas y a la vista de cómo está el patio, este peculiar reino de momios es más bien un engrudo amasado por los listos del recreo para garantizarse el porvenir. A costa de la credulidad y el miedo al coco de las gentes sencillas que solo saben trabajar para llegar a fin de mes. Y gracias.

Ahora bien, dentro de ese belén institucional, únicamente a la subespecie de cantamañanas oficinalis calientabocas se le puede ocurrir la idea de tirar piedras contra sus propios pétalos. Por ejemplo, si se trata de alguien que goza de puesto institucional y bien remunerado, como el de Defensor del Pueblo, nada menos que ofender, llamándoles tontos, a una buena parte de ese mismo pueblo. Y todo por no ser partidarios de torturados costumbrismos como la llamada Fiesta Nacional. Un cólico de sangre y boñigas para diversión metafísica de paladares sensibles como el de don Enrique Múgica Herzog.

Nada que nos deba extrañar en los políticos con facilidad para meter la pezuña en el verrugoso del ruedo ibérico. Se sabe también, por la buena literatura del siglo de Oro, que ser comedor en demasía anestesia el ingenio. También que ingerir exceso de toxinas hace necesario aliviarse soltando toda suerte de pedos, eructos y meningíticos mugidos.

Me doy por aludido e insultado. Yo soy uno de esos tontos antitaurinos a los que alude Múgica. Y para que quede reiterada constancia de mi tontuna, vaya este quite a la tauromaquia hecho hace algún tiempo aunque, como se puede comprobar por las declaraciones mugicanas, siempre vigente:


La España del toro muerto
08/07/2008

Unas filigranas humanas de llamativos colores, seres andróginos y ceñidos de seda y dorados abalorios, avanzan al paso en un redondel de galleta maría. Al son de una fanfarria de pasodoble, las figuras van seguidas de sus cuadrillas aderezadas con plata subalterna: banderilleros, mozos de estoque, peones de brega, monosabios.

Los tres cuerpos jóvenes caminan sobre las puntas de los pies, enfundados unas zapatillas de ballet y el cuerpo almidonado por un miedo ritual. Tienen el rictus del drama en el rostro pálido, tallado al neón por la luz de los hoteles. Son los matadores.

Aunque no nos engañemos: son matarifes de lujo. Van a oficiar una liturgia de sangre y arena en esa Fiesta de colores que es la bandera de España. La orgía de la tortura del toro bravo acorralado y obligado a embestir. Todos los toreros sueñan con poseer un cortijo y matan cientos de toros cada año para conseguirlo. Con su tronío conservador y chulesco, encarnan una rijosa España costumbrista de señoritos latifundios, lagartijas y esparto mental. Y en medio de todo el toro como víctima del sacrificio litúrgico a una tradición de cerebros insolventes y algún intelectual despistado o parasitario de las modas que promueve el pijerío.

Suenan los clarines. Arriba del ruedo el público ruge de excitación. Aplaude a rabiar a la espera de la lidia del susto y del calambre en la entrepierna. Han pagado por disfrutar la humillación y el descuartizamiento del minotauro, escarnecido por el aleteo engañoso de un trapo. A lo cual llaman Arte, cuando se trata de simple habilidad costurera. El olé es una efímera y bastarda sensación exaltada por la literatura fácil al rango de tragedia. Todo lo más se trata de un exotismo soez y carnicero que acaba en un vulgar puchero de estofado.

También se llama arte a la guerra. Poner exquisitos adjetivos no es difícil, sobre todo si esconden una siniestra trastienda de dolor y mafiosidades nada sublimes.
Aparte de la manipulación genética, antes de enfrentarse a su hora en el ruedo, los cuernos del toro han sido rigurosamente escofinados, el cuerpo tundido a golpes, viajado por carretera cientos de kilómetros padeciendo sed en un cajón y eventualmente víctima de la farmacopea amodorrante. Para las empresas taurinas, un torero de cartel es una inversión muy rentable y hay que limitar los riesgos al máximo. La taquilla es la suprema reina de la Fiesta.

La lidia es una casquería que se anuncia como Cultura y no es más que ceremonia de bajas pasiones a mayor gloria de la ocupación hostelera.

Sangría a sol y sombra. Al compás de la corrida, en las plazas de toros tiene lugar un juego cruzado de seducciones metafóricas, aunque no exentas de evidencia genital al por mayor. Los cojones del toro levantan controvertidas y celosas pasiones. A medida que lo van macheteando se produce un alivio de frustraciones colectivas, a costa de un animal cuyo único delito es ser un tótem mitológico.
Tauromaquia es como llaman a la transformación de la fortaleza viril del toro en mugidos, moscas, babas, bostas y mondongo, tortura y muerte. País eternamente paradójico y bestial, donde el perfil de ese mismo toro bravo se exhibe como elemento simbólico de los supuestos atributos de la raza.
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